
Recuerdo desde muy niño el extraordinario acontecimiento que suponía el ir al cine: consultar los horarios y las carteleras en las monocromas páginas del periódico; el emocionante viaje en coche hasta la sala elegida -normalmente en la Gran Vía madrileña; hablamos de unos tiempos no muy lejanos en que aún no habían proliferado los multicines a granel- ; la llegada a las puertas del coliseo en cuestión; admirar los carteles y fotocromos distribuidos en el hall; aquella cierta e inocente excitación mientras seguías al acomodador porque habías introducido clandestinamente un sándwich y una coca-cola, bien ocultos en tu chaqueta; y, por fin, el gran momento, cuando se apagaban las luces, se encendía el proyector… y se producía el silencio en la platea, todos expectantes. Ir al cine era una experiencia colectiva, sí, pero también era acudir a un lugar casi sagrado, un templo, un santuario donde asistir boquiabierto a la magia del Séptimo Arte.
Hace unos días pude asistir al I Encuentro sobre ‘Cine y Educación’ que tuvo lugar en Madrid, en el que, básicamente, se debatió sobre la fabulosa herramienta que puede ser el arte cinematográfico para llegar más fácilmente a los chavales en cualquier materia didáctica y educativa. Si queréis, otro día hablaré detenidamente sobre esto. Lo comento porque, durante toda la jornada, no podía dejar de pensar aquella máxima –muy cierta- de que “los niños sólo hacen lo que ven hacer a los mayores” mientras algunos productores, cineastas y demás miembros de la élite fílmica patria defendían a capa y espada aquello de “el cine, en el cine”.
Yo amo el cine. Me encantan las películas. Pero de un tiempo a esta parte, cada vez me cuesta más acercarme a una sala y volver a disfrutar del mismo ritual que cuando era niño. Ya no sólo porque el precio se ha puesto por las nubes –salvajadas del I.V.A. aparte; ya desde hace unos años, las entradas se venían encareciendo por cualquier razón: que si sonido envolvente, que si proyección digital, que si 3D…- , sino porque, cada vez que voy, casi nunca disfruto de la película.
Desde que en cierto macrocomplejo de salas vi, hace ya algún tiempo, que además de las clásicas palomitas y refrescos se ofertaban perritos calientes y nachos con queso (¡!), creo que el espectador medio se ha vuelto muy maleducado. Ya no es que se haga más o menos ruido con tan grasiento menú, sino que, por menos de nada, suenan teléfonos durante la proyección, el que está delante de ti te deslumbra con el móvil porque no puede evitar consultar su correo, el de atrás no para de moverse y golpearte en el respaldo –cuando no planta, directamente, los pies junto a tu cabeza- , un grupito está de risitas, otros dos individuos (imbéciles) comenta cada escena en voz alta… no sé ya la de veces que me he tenido que girar a chistar a éste o a mandar a paseo a aquel. Y la última moda: entrar a la sala aunque ya se lleven más de ¡veinte minutos! de proyección.
Pero lo más grave de este asunto no se centra en el público cerril que toma las salas como si fueran el salón de su propia casa, sino el poco o nulo respeto que se demuestra desde la propia gerencia del establecimiento: aire acondicionado a toda pastilla –da igual verano que invierno, da igual veinte espectadores que doscientos; a mí, siempre me veréis con una chaqueta, por si acaso- , ventanillas de proyección erróneas, luces que se quedan encendidas aunque ya haya comenzado la peli –con el consiguiente paseo hasta el bar para reclamar que las apaguen, perdiéndote algunos minutos, a veces valiosísimos de la cinta- , butacas y suelos mugrientos…
Señores productores/exhibidores/distribuidores en España: una obra cinematográfica comienza con el guion y termina en la sala de cine. La proyección pública puede ser un factor tanto o más importante que el presupuesto o el caché de tal o cual film. Con su pasividad, con su mirar hacia otro lado mientras cada vez se nos cobra más por un peor servicio, llegará un momento en que aficionados y cinéfilos decidamos quedarnos en casita “forever and ever” para poder disfrutar, tranquila y apaciblemente, de una buena sesión cinematográfica. Y luego vendrá el tío Paco con las rebajas y tocará echarle la culpa a la crisis, a la piratería, a los impuestos o a Internet, y será tarde para buscar soluciones. Depende de ustedes.