
Hoy, el señor Allan Stewart Konisberg, más conocido como Woody Allen, ha cumplido nada menos que ochenta primaveras. Valgan estas breves líneas desde este humilde blog como homenaje y felicitación a un autor con una prolífica y longeva carrera difícilmente igualable.
Guionista, director, actor, productor y en ocasiones incluso compositor, a Woody Allen debemos reconocerle el mérito de una filmografía con algunas obras irrepetibles y momentos verdaderamente brillantes, que aún hoy siguen superando a los posibles momentos erráticos y títulos menos inspirados. Confieso que, aunque este señor octogenario me cae ciertamente simpático, no es ni nunca ha sido uno de mis cineastas favoritos, y empeñarse en estrenar de manera constante y continua una película al año –a veces dos- como viene haciendo desde 1982 es una audaz osadía, no siempre acertada, pero solo al alcance de muy pocos.
Nunca me convenció el Allen de los inicios: quizá fue su etapa más libre, desinhibida, experimental, atolondrada, sarcástica e imprevisible, pero en aquellas películas –Toma el dinero y corre (1969), Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar (1972), El dormilón (1973)- siempre fue su propio personaje (hipocondríaco, depresivo, obsesivo) y nunca me llegó como autor o artista. Recuerdo con más cariño los certeros diálogos de Annie Hall (1977), la apabullante cinefilia de La rosa púrpura de El Cairo (1985) o los detalles autobiográficos de la deliciosa Días de radio (1987). Incluso Hannah y sus hermanas (1986), sin ser de mis favoritas, tiene no pocos méritos.

En los noventa vivió el notable éxito de Balas sobre Broadway (1994), pero a esta década pertenece la que es mi preferida de toda la obra de Allen, Misterioso asesinato en Manhattan (1993): película pequeñita, sencilla, sin pretensiones, una comedia ligera y ágil, repleta de hallazgos y con un puntito macabro que hizo rodeada de amigos y colaboradores habituales –entre ellos, su exmusa Diane Keaton, Alan Alda y Anjelica Huston- como refugio a su etapa personal y familiar más convulsa y controvertida. También me gustó mucho una divertida TV-movie que protagonizó junto con el recordado Peter Falk, The Sunshine Boys (John Erman, 1996), basada en la obra de Broadway de Neil Simon que ambos actores habían protagonizado en los escenarios.
El Allen del cambio de siglo, para mí, es mucho más irregular. Desmontando a Harry (1997), Celebrity (1998), La maldición del escorpión de Jade (2001) o Un final made in Hollywood (2002) tienen momentos inspirados, pero demasiados altibajos. No es fácil cambiar de estilo y no le resto méritos a Match Point (2005), el comienzo de su prolífica etapa británica, pero me recuerda demasiado a la mucho más turbadora Delitos y faltas (1989). De Scoop (2006) ni me acuerdo; sí me atrapó con El sueño de Casandra (2007), pero luego llegó aquel desastre llamado Vicky Cristina Barcelona (2008) y muchos perdimos la fe en él.
En este último lustro no he visto demasiadas propuestas de Allen. Midnight in Paris (2011) resulta entrañablemente entretenida, pero A Roma con amor (2012) y Magia a la luz de la luna (2014) me aburrieron soberanamente. He visto muchas más, claro, y aún me quedan muchísimas por ver y descubrir. Quizá el problema de Woody Allen es ser Woody Allen, es decir, que su mito le precede y, como a Clint Eastwood o Steven Spielberg, de él siempre siempre estamos esperando o exigiendo (injustamente) siempre una nueva obra maestra. Disfrutemos de su trabajo tal y como es: el de un artista imperfecto e irrepetible que además, un día, pasó con su New Orleans Jazz Band por Guadalajara.
Feliz cumpleaños, señor Allen.
