Amor imposible en la Ciudad Eterna.
Durante la Edad de Oro de Hollywood –esos años de las grandes superproducciones de trasfondo histórico y/o bíblico- , las grandes majors estadounidenses se beneficiaron de las múltiples posibilidades técnicas y artísticas que les ofrecía la cinematografía italiana, sobre todo a la hora de rodar péplums y otros grandiosos relatos épicos como Quo Vadis (Mervyn Leroy, 1951) o Ben-Hur (William Wyler, 1959). Pero esta relación amistosa y profesional no se limitó a historias sobre los Césares o el Antiguo Testamento; y valga como ejemplo esta deliciosa comedia de 1953 en la que un entonces ya consolidado Gregory Peck y una casi debutante Audrey Hepburn recorrían las calles y los monumentos más representativos de la Ciudad Eterna a lomos de una Vespa o saboreando un refrescante gelato.
Aquí, Hepburn es una joven princesa de gira protocolaria por diferentes capitales europeas y que una noche, harta de soportar las obligaciones que su agenda y su cargo la imponen, decide escaparse por las calles de Roma. Casualmente se tropezará con Joe Bradley (Peck), un calavera que se ofrecerá como caballeroso guía turístico. Sus intenciones no son tan honorables: en realidad él es un periodista que cree poder sacar tajada a la situación para obtener, con la complicidad de un compinche fotógrafo que les irá siguiendo, un reportaje exclusivo que poder vender por una buena suma.

A nadie se le escapa que Vacaciones en Roma es una comedia romántica, y, como tal, los protagonistas se replantearán sus intenciones según cambie lo que sienten el uno por el otro. Sin embargo, y en la línea de su casi tocayo Billy Wilder, el director de Los mejores años de nuestra vida (1946) supo darle al film el toque justo de ligereza con cierto poso agridulce, haciendo de ésta una película tan divertida como ácida: véase, por ejemplo, cómo cambia la actitud del personaje de Bradley cuando descubre quién es en realidad la joven –dejando al descubierto su cinismo- , o cómo la princesa decide renunciar a su corazón y regresar con los suyos con una sentencia lapidaria: “Como me siento esclava de mi cargo y de mi país, he regresado; de no ser así, no lo hubiera hecho ni esta noche ni nunca”. Vale, ni Wyler ni sus guionistas –entre ellos, un Dalton Trumbo no acreditado, perseguido por el maccarthismo– inventan la rueda con el planteamiento –una niña rica desencantada que intenta pasar desapercibida entre los mortales comunes y se enamora de uno de ellos- , pero al menos consiguen darle la verosimilitud y el encanto suficientes como para saber construir un relato ágil y fresco, convertido ya, por méritos propios, en un clásico indiscutible.
Pero sobre todo queda para la posteridad la posibilidad que este film nos brinda de poder volver a visitar, de la mano de estos dos grandísimos intérpretes, escenarios tan emblemáticos y memorables como el Coliseo, los Foros Imperiales, la Piazza Spagna, la Boca de la Verdad o el Ponte Sant’Angelo. Inolvidable.
Recomendado para cinéfilos viajeros.