Forajidos de leyenda.
Nunca dos villanos nos parecieron tan admirables. Nunca dos bandidos nos embaucaron con su ironía y su atractivo. Nunca hubo, ni habrá, dos pistoleros tan irresistiblemente sinvergüenzas como ellos: Butch Cassidy y The Sundance Kid. O dicho de otro modo, Paul Newman y Robert Redford.
En 1969 los Estados Unidos vivían una época convulsa, entre las revueltas sociales contra la guerra de Vietnam y el más patriótico sentimiento de orgullo gracias a la hazaña espacial del Apolo 11. Y mientras la pequeña pantalla lanzaba una apuesta futurista que sólo resurgiría años más tarde –Star Trek sería un fracaso televisivo pero una longeva saga cinematográfica- , tres hombres –Newman, Redford y el director George Roy Hill– unían sus talentos bajo el aroma del viejo western crepuscular pero con la capacidad de dar un aire nuevo a una fórmula clásica. Ya desde su concepción, Dos hombres y un destino no sería una peli del oeste al uso: apenas hay diligencias, no se ve un solo indio, los forajidos son los protagonistas y todo el film resulta ser divertido, trágico, romántico y angustioso a partes iguales.

El relato comienza presentándonos a los dos antihéroes: el joven e impulsivo Kid (Redford) y el más maduro y experimentado Cassidy (Newman). Cómo se conocieron o se forjó su amistad es lo de menos: desde la primera escena desprenden una camaradería casi fraternal, que se convierte en velado e implícito trío sexual con la aparición de Etta (Katherine Ross), quien no tiene reparos en compartir sábanas con uno u otro. Asistimos –casi participamos- a sus asaltos y correrías, siendo su objetivo favorito el vagón-tesoro del ferrocarril, y la atmósfera es despreocupada, alegre y casi festiva. El nudo de la película es otra historia: tras un fallido atraco al tren, Cassidy, Kid y el resto la banda se ven obligados a huir, perseguidos por un implacable e incansable escuadrón de jinetes de la ley que intenta darles caza sin cuartel. Es, sin duda, el tramo más angustioso del film: el peligro que acecha se siente, casi se palpa. Y no hay momento para bromas… salvo a la hora de decidir si saltar o no al abismo, en una escena tan icónica como ya mítica en la historia del celuloide. Durante el último tramo, acompañaremos a este peculiar trío hasta Sudamérica, en busca del refugio y el exilio. Han conseguido huir de la justicia, al menos por el momento, y tienen dinero para retirarse sin preocupaciones. Pero son lo que son y no pueden evitar la tentación de volver a la senda del robo y el asalto…
Como veis, Dos hombres y un destino son tres películas en una. Tres narraciones concatenadas con una puesta en escena elegante y sobria, dos protagonistas excepcionales y un libreto que juega audazmente con varias bazas –desde la lealtad, puesta a prueba por unas faldas, hasta la moralidad de los personajes, ambigua desde el punto de vista más ortodoxo, pero indiscutiblemente irresistible- , amén de mostrarnos un viejo oeste nostálgico y romántico, pero a la vez áspero y agónico; la película es divertida y melancólica a la vez, pues estos dos pillos personalizan los últimos días de una época noble y salvaje, mucho más próxima a la coetánea Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969) que a los más estilizados films de John Ford. El ejemplo más ilustrativo de este sentir tan contradictorio es su tema principal, el inolvidable Raindrops keep falling on my head de B.J. Thomas…
Cuatro años después, estos tres magníficos volverían a reunirse en otra obra magistral: El golpe (1973). Pero eso ya es otra historia.
Recomendado para gourmets del western.
Bastante simpática película, sí. Recomiendo también esa improbable secuela que se sacó de la manga Mateo Gil hace un par de años, «Blackthorne» creo que se llamaba. Me sorprendió.