La semilla del diablo

Presa de la secta.

Los ritos satánicos y el culto al Maligno han sido siempre un fenomenal caldo de cultivo para algunas de las cintas más aterradoras que Hollywood nos ha dado a lo largo de su Historia -también para algunas inolvidables gamberradas por éstas latitudes: ahí está la imprescindible El Día de la Bestia (Álex de la Iglesia, 1995)– . Y es que desde que desde que el mundo es mundo, lo oculto, lo misterioso y todo cuanto rodea al Señor de las Tinieblas ha causado tanto temor como fascinación en el ser humano, sobre todo en la sociedad occidental, protagonizando oscuras leyendas y mitos que se remontan a los tiempos más ancestrales…

A finales de los años sesenta, el productor William Castle convenció a la Paramount de que se hiciera con los derechos de la novela de Ira Levin Rosemary’s baby -por entonces todavía inédita- , con el convencimiento de que el potencial que poseían esas páginas era perfecto para el debut cinematográfico en tierras americanas del joven Roman Polanski, por entonces un más que prometedor realizador europeo. Castle acertó de pleno: La semilla del diablo es desde hace tiempo uno de los clásicos más reconocidos  y aplaudidos dentro del género.

Dos elementos fundamentales sustentan este film. Por un lado, el célebre edificio Dakota, erigido en Manhattan en los años ochenta del siglo XIX cuya popularidad le viene dada tanto por algunas personalidades ilustres que residen o lo han hecho ahí –desde Judy Garland a Rudolf Nuréyev, pasando por Lauren Bacall, Jason Robards, José Ferrer, Leonard Bernstein, Judy Holliday, Steve Guttenberg, Boris Karlof, Robert Ryan, Yoko Ono o su marido John Lennon, quien fue asesinado a las puertas del inmueble- y que se convierte aquí en la ficticia Casa Bramford, de pasado algo sórdido y truculento… por otro lado, el impresionante trabajo físico y psicológico de una casi debutante Mia Farrow, quien soporta sobre sus espaldas prácticamente el total de la narración y cuyo descenso casi literal a los infiernos –arranca la película siendo una chica alegre y jovial y termina siendo un pálido y desvencijado despojo humano- supone una de los más claros ejemplos de evolución de un personaje en narrativa cinematográfica.

lasemilladeldiabloAunque a su marido en la pantalla, John Cassavetes, lo encuentro algo forzado o teatral durante todo el metraje –característica que podría ser buscada a propósito, dado que encarna a un actor sin trabajo- , las aportaciones del resto del elenco –destacando Ruth Gordon, quien ganaría un Oscar como Mejor Actriz de Reparto gracias a esta cinta- y la puesta en escena naturalista y a la vez tenebrista de Polanski contribuyen a crear una atmósfera verdaderamente inquietante, enfermiza y casi claustrofóbica, pues rara vez vemos a nuestra desdichada protagonista pisar la calle. Sin embargo, debo decir que, a día de hoy, y siendo consciente de que todos los elementos técnicos y artísticos de esta película son más que acertados, me cuesta entrar en su dinámica. No sabría explicarlo muy bien: es como si todo el film tuviese una pátina de irrealidad, de antinaturalidad, y ciertas reacciones de ciertos personajes –no se explica muy bien cómo el marido cae en manos de la secta, ni entiendo el extraño sueño de la protagonista- le restan puntos a una cinta que creo resultaría más aterradora cuanto más verosímil.

No dudo que en el momento de su estreno no pudiese provocar inquietud entre el respetable; pero, a diferencia de otras producciones como El exorcista (William Friedkin, 1973) o La profecía (Richard Donner, 1976), La semilla del diablo me produce una cierta sensación de ingenuidad demodé que no puedo evitar. Inolvidable, eso sí, ese final tan perturbador como imprevisible.

Recomendado para voyeurs del inframundo.

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