¡Salgan todos del agua!
Es el number one de las películas veraniegas: suspense, terror, claustrofobia, drama, angustia… pero también unos carismáticos personajes, una banda sonora inolvidable, una narrativa audiovisual revolucionaria y, en definitiva, una magistral película que confirmó, allá por el 1975, a un jovencísimo Steven Spielberg como un cineasta fuera de serie.
Quien más y quien menos, todos hemos oído y leído historias acerca de la gestación del proyecto cinematográfico de Tiburón; de cómo Universal se hizo con los derechos del prometedor –y posteriormente refrendado- best-seller de Peter Benchley a comienzos de los años setenta; de que Spielberg se topó con el manuscrito en una oficina casi por casualidad –y que al leer Jaws (Mandíbulas) en la cubierta pensó que sería el relato sobre algún dentista perturbado- ; de la laboriosa elaboración del casting –el novelista soñaba con Paul Newman, Robert Redford y Steve McQueen en el reparto; el director prefería a Robert Duvall interpretando al jefe Brody y a Sterling Hayden encarnando al lobo marino Quint– ; de los cabreos del escritor por verse obligado a eliminar subtramas que consideraba fundamentales –la adúltera relación entre la esposa del sheriff y el oceanógrafo- ; del recelo de los habitantes de Martha’s Vineyard, el pueblecito de Massachusets que simularía ser la isla de Amity, ante la invasión de los cineastas –en cuanto hubo suculentos cheques de por medio, hosteleros y comerciantes dejaron de ver problema alguno- ; del tiburón mecánico, cariñosamente bautizado como Bruce, que estuvo más tiempo averiado que en funcionamiento; de las complejidades de rodar entre arena y agua salada; de un presupuesto disparatado para la época y constantes retrasos en el rodaje… Sí, muchas cosas salieron mal durante la producción, y algunas de ellas estuvieron a punto de dar al traste no sólo con el film, sino con el propio estudio. Pero la cinta no sólo fue uno de los grandísimos éxitos de taquilla de su época, sino que cosechó grandísimos halagos y fue nominada a cuatro Oscars, incluyendo Mejor Película –finalmente se alzaría con los galardones a Mejor Montaje, Mejor Sonido y Mejor Música para la inolvidable composición del maestro John Williams– .

Hablemos entonces de sus méritos. Podríamos comparar el planteamiento de Tiburón con el de otra inolvidable obra maestra, Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963) -y, acaso más lejanamente, con el clásico literario Moby Dick, de Herman Melville- : en este caso, nos encontramos con la pequeña localidad isleña que vive del turismo estival y que, sin explicación ninguna, se ve acosada por los sanguinarios ataques de un feroz tiburón blanco que ronda sus playas. Por increíble que parezca, pero con una verosimilitud pasmosa, la lógica obsesión del jefe de policía por la seguridad de la población choca con los intereses económicos y empresariales, que no quieren perder la temporada de verano por nada del mundo: este es, por tanto, un feroz retrato de las administraciones gubernamentales, que esgrimiendo el demagógico argumento de que “todo lo que hacemos es por el bien de nuestra comunidad” –o del “si no va a pasar nada”, que es igual o incluso más peligroso- , no tienen rubor ninguno en servir a los bañistas de carnaza al temible escualo que les acecha. ¿Quién es más peligroso, el político o el que está en el agua? Menos mal que por ahí están Brody (Roy Scheider) –encarnación del hombre recto, justo, cariñoso padre de familia y celoso con su trabajo y sus responsabilidades- y Matt Hooper (Richard Dreyfuss), el experto en escualos que será su mano derecha, su escudero ante una misión suicida a la que se les unirá también, merced a una sustanciosa nómina, el pescador Quint (Robert Shaw), antipático, sucio, malhablado y con un estremecedor pasado. Tres personalidades tan diferentes como perfectamente definidas y magníficamente llevadas por un soberbio grupo de actores.
Tres detalles más que no quiero dejar de remarcar. A pesar de las objeciones y quejas de Benchley, el guion está plagado de diálogos inolvidables –«¡Salgan todos del agua!» o «Necesitará otro barco más grande»– y momentos icónicos desde el primer ataque a la bañista hasta el dramático final, pasando por momentos verdaderamente sublimes… el mejor: la excelente secuencia nocturna en el Orca, en la que Spielberg, basándose sólo en los diálogos y en el talento de sus intérpretes, en apenas unos minutos nos llevan de la comedia –comparándose las cicatrices, a ver quién la tiene más grande– a la tragedia –el pavoroso relato del USS Indianápolis contado por Quint en primera persona- para volver fugazmente a la pantomima antes de producirse un nuevo y terrible ataque…
Hay que reconocer también la audacia de Spielberg a la hora de poner esta historia en imágenes –no olvidemos que esta era tan sólo su segunda película cinematográfico, tras un exitoso telefilm, El diablo sobre ruedas (1971), y un tibio debut en Hollywood, Loca evasión (1974)- , no sólo por empeñarse en rodar toda la fotografía principal en escenarios naturales –nada de platós ni gigantescos tanques de agua, sino mar adentro, lo que acentúa la sensación de aislamiento- , sino por esos ingeniosos planos subjetivos del escualo que hacen que el espectador se convierta en depredador al mismo tiempo que siente pavor por la víctima que será devorada en pocos segundos… un juego psicológico tan sublime como perverso.

Y, siguiendo aquélla máxima de que “da más miedo lo que se intuye, no lo que se ve”, y sin saber si esto es mérito del director o del monstruo mecánico –como hemos comentado, casi siempre fuera de servicio a la hora de decir “acción”– , las apariciones explícitas de la criatura están contadísimas a lo largo de todo el metraje, dejando que sea la imaginación del respetable la que se encargue de hacerles esperar la más horrible de las situaciones…
Podría seguir horas, y horas, y horas, hablando de una indiscutible obra maestra que me fascina y me atrapa, por la que no pasan los años y que se mantiene tan dinámica, tan aterradora y tan auténtica como el primer día, y que dio pie no sólo a una serie de secuelas a cada cual más endeble –y de las que Spielberg nunca quiso saber nada- , sino a todo un subgénero poblado por temibles criaturas marinas. Pero prefiero dejarlo aquí recomendando no sólo verla, estudiarla, analizarla y disfrutarla, sino remitiéndome al excelente capítulo que Juan Tejero le dedica a este film en su libro ¡Este rodaje es la guerra! (Segunda Parte): Sangre, sudor y lágrimas en el plató (T&B Editores, 2004), con datos y detalles perfectamente documentados y explicados, así como el impagable making-of que aparece en el DVD edición coleccionista que Columbia TriStar lanzó en 2000. Una lectura ilustrativa y un documental sobresaliente para conocer más sobre una película imprescindible.
Recomendado para todos los amantes del cine.
[Especial 40 años de Tiburón en eCartelera.com]
Esta película me parece perfecta. No tengo nada más que decir.