Gremlins

¿Noche de paz? ¡Un cuerno!

Si el año pasado por estas fechas os recomendaba desde este mismo blog el obligado visionado de El Día de la Bestia (Álex de la Iglesia, 1995), hoy me remonto a una década más atrás para homenajear como se merece a una obra en apariencia menor pero que también tiene enormes dosis de mala leche en el subtexto: Gremlins (Joe Dante, 1984).

Avalada por Steven Spielberg, y tergiversando deliberadamente una leyenda anglosajona de primera mitad del siglo XX –a la que se alude como certeza demostrable en un diálogo de la película- , el film es un cuento navideño con moraleja, divertido y cruel al mismo tiempo, con multitud de referencias cinéfilas, ya sea a través de la pequeña pantalla –constantemente, los personajes ven por televisión clásicos como Indianápolis (Clarence Brown, 1950) o La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956)- o con homenajes hacia la propia factoría Amblin y la cultura pop de los ochenta –ese locutor de radio que se anuncia como un Indiana Jones en las ondas; ese par de guiños nada disimulados hacia E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982)- . Pero si hay un espíritu que sobrevuela constantemente alrededor de Kingston Falls, el (ficticio) escenario donde se desarrolla la acción, es el de ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946); de hecho, podríamos asegurar sin miedo a equivocarnos que el guion firmado por Chris Columbus es en realidad el reverso gamberro, irreverente, sarcástico y terrible de la almibarada fábula que protagonizara James Stewart.

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Guizmo, la cara amable de los gremlins.

Sin en aquélla la moraleja era ciertamente enternecedora y humanista –el amor, el perdón, la redención como elixir contra todas las penurias- , Gremlins vuelve a poner de manifiesto cómo la sociedad actual, tan pendiente de las supuestas ventajas tecnológicas que le ofrece la vida moderna –ahí tenemos a ese padre inventor, torpe reflejo de sus propias frustraciones profesionales- , ha dado la espalda a la Madre Naturaleza y se ve incapaz de respetar sus reglas más básicas; por consiguiente, ésta se desata y provoca un auténtico desastre en las calles, reduciendo el tranquilo pueblecito a una aterrorizada aldea fantasma. Sin embargo, donde más meten el dedo en la llaga tanto guionista como director es a la hora de criticar y satirizar, a veces con extrema crueldad, las tradiciones más puras del establishment de una (relativamente acomodada) clase media norteamericana: tomemos como ejemplo a esos dos sheriffs que, al primer indicio de peligro, salen huyendo con el rabo entre las piernas –dejando atrás a un Santa Claus moribundo (!)- ; o ese monólogo de Phoebe Cates, en el que relata su tragedia familiar navideña; o cómo el anciano oriental, al ver tan tremendo caos, riñe a la familia protagonista no por los sucedido, sino por permitir al pequeño Guizmo ver la tele. Puñaladas a una sociedad de consumo y de marcadas diferencias sociales que hoy, casi treinta años después, permanecen tristemente inalterables. “El banco y yo tenemos el mismo propósito: ganar dinero. No dar de comer a unos muertos de hambre”, escupe sin rubor la despreciable Sra. Harris (Polly Holliday) –un personaje que es todo un cruce entre el Sr. Scrooge del clásico de Dickens y la Sra. Gulch de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939)- a una familia necesitada. No hay mucho más que añadir…

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A pedir el aguinaldo…

Lo que más miedo –sí miedo- produce esta película no son las primeras apariciones de las criaturas –que apenas se intuyen en escenas de puro suspense, planificadas muy al estilo de Tiburón (Steven Spielberg, 1975) o, de nuevo, E.T., sin olvidar esas crisálidas que nos recuerdan a los huevos de Alien (Ridley Scott, 1979)- , ni algunas escenas de cierta violencia explícita -muy criticadas en su momento en un film supuestamente infantil/juvenil- que se alternan con divertidos momentos más livianos -impagable e inolvidable esa escena del cine con la proyección de la Blancanieves de Disney- ; no, lo verdaderamente inquietante es darnos cuenta de que no podemos borrar la sonrisa de nuestro rostro ante las fechorías de estos pequeños y maléficos grinchs, ya estén manipulando semáforos, arrollado a un matrimonio con una excavadora o lanzando a una vieja por la ventana. ¿Habremos perdido nuestra propia humanidad y disfrutamos con las desgracias ajenas? ¿Nos habremos vuelto un poco máquinas y, como en la leyenda original, estaremos poseídos por nuestros propios gremlins? Ahí lo dejo.

Recomendado para degustadores de fábulas turbias.

P.D.: como en todo éxito de Hollywood que se precie, varios años después vio la luz la inevitable secuela: Gremlins 2. La nueva generación (Joe Dante, 1990), con algún qué otro momento inspirado -ese parón en la película, rompiendo toda regla de narración cinematográfica- pero más blandita y sin la frescura de la cinta original.

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