Cuando los ‘dibus’ cobraron vida.
Probablemente, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Robert Zemeckis, 1988) sea la película que más veces me ví cuando no era más que un chavalín –sin contar, claro, con la saga original de La Guerra de las Galaxias– : era tal la fascinación, el hipnotismo que me producía ver a personajes de dibujos animados interactuando con tal verosimilitud con actores reales, que, además de pasar un par de veces –o tres- por el cine de mi pueblo, creo que debí gastar la copia del videoclub…
Zemeckis ha sido siempre un visionario: seguramente fue el primero en emplear los efectos especiales digitales como herramienta dramática –Forrest Gump (1994)- tuvo la audacia de poner a un solo personaje en una isla desierta en plena era de las telecomunicaciones –Náufrago (2000)- , coqueteó con el suspense sobrenatural –la infravalorada Lo que la verdad esconde, 2000- y abrió nuevos caminos a la animación dando los primeros pasos con Polar Express (2004) o Beowulf (2007). Y eso por no mencionar títulos como Tras el corazón verde (1984), La muerte os sienta tan bien (1992), Contact (1997) o la imprescindible e inolvidable trilogía de Regreso al futuro (1985-1989-1990).
Quedémonos precisamente en esta época, mediados de los años ochenta. Combinar en un mismo plano actores y dibujos no era nada nuevo: ya desde los años veinte y treinta, Walt Disney experimentó con ello con algunos de sus cortometrajes, y décadas después los herederos del genio de Illinois retomaron la idea en películas como La bruja novata (Robert Stevenson, 1971), Pedro y el dragón Elliot (Don Chaffey, 1971) o la aclamadísima Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964). Y más allá del legado del tío Walt, ¿quién no recuerda a Gene Kelly bailando con el ratoncito Jerry en Levando anclas (George Sidney, 1945)?

Pero Zemeckis no quiso quedarse en la aparición ocasional de personajes animados en alguna secuencia aislada: partiendo de la novela de Gary K. Wolf, y junto con su equipo de guionistas, ideó un libreto en el que humanos y dibus tenían el mismo peso e importancia en una trama que, a su vez, parodiaba con sutileza algunos de los elementos comunes del cine negro y detectivesco de los años cuarenta: aquí, el detective privado (Bob Hoskins), lejos de ser un impasible Bogart, es bajito, regordete y alopécico, que se ve envuelto -cómo no, de manera accidental- en una misteriosa trama de corrupción, traición y asesinato, tras la pista de un particular halcón maltés –en este caso, un goloso testamento- al que todo el mundo quiere echar mano; entre víctimas, sospechosos y testigos, tenemos a un gigantesco conejo parlanchín de enormes orejas, a un bebé cincuentón aficionado a los habanos, a una neumática mujer fatal… y eso por no hablar de las intervenciones esporádicas de la crème de la crème animada de las casas Disney y Warner: Mickey Mouse, Bugs Bunny, el pato Lucas, Donald, Dumbo, Porky… hasta un breve cameo de la mismísima Betty Boop.
Todo ello no serviría de nada sin el factor humano: es sencillamente increíble el trabajo de los actores de carne y hueso, que durante las semanas que duró el rodaje principal debieron hacer todo un ejercicio de imaginación y mímica para que, ya en postproducción, los magos de ILM hicieran el resto, dando corporeidad, dimensionalidad y realismo a los personajes animados –genial el trabajo de iluminación- , y, finalmente, obrar el milagro: una química y una interactuación entre unos y otros tan verosímil como asombrosa.
Para mi gusto, ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, aunque objetivamente la trama pudiera llegar a ser algo previsible –pero, insisto, está excelentemente construida- , es una de mis películas imprescindibles: funciona a todos los niveles, tanto narrativos como técnicos, y nunca antes fantasía y realidad se habían dado la mano de manera tan verosímil. No sólo es que sus trucajes y efectos –artesanales, eficaces, sublimes- , me sigan fascinando como el primer día; es que encima me lo paso pipa cada vez que la veo.
¿Se puede pedir más?
Recomendado para cinéfilos sin complejos.