El Club de la Lucha

Apocalipsis ahora o el extraño caso de Tyler Durden.

En el año 1999, no fueron pocas las películas que, de manera directa o indirecta, vaticinaban un final del siglo XX caótico, perverso, pútrido o, sencillamente, apocalíptico. Y, como no podía ser de otra manera, los resultados fueron un tanto desiguales: desde la caída del stablishment de la clase media-alta norteamericana en la sutil American Beauty (Sam Mendes, 1999) hasta la supuestamente profética El fin de los días (Peter Hyams, 1999) –con gobernador Schwarzenegger en horas bajísimas y un Gabriel Byrne pasándoselo teta encarnando al mismísimo Lucifer- , pasando por la neorrealidad alternativa que proponía Matrix (Larry & Andy Wachowsky, 1999) y sin poder olvidar esa sensación de “me han robado la infancia” que nos dejaba a espectadores en general –y fans en particular- la muy flojita Star Wars: Episodio I. La amenaza fantasma (George Lucas, 1999)…

Pero de todas ellas, sí que hay una cinta que merece ser rescatada y revisada de vez en cuando, no sólo por la arrolladora personalidad de su director, sino por las múltiples lecturas que, con el paso de los años, uno va extrayendo de la película al tiempo que descubre que cuanto se denunciaba/amenazaba en el film, se ha ido cumpliendo paso a paso, cual iluminada profecía, durante los últimos doce o diez años…

Tras haber debutado con la muy irregular Alien 3 (1992) pero haber conquistado a crítica y público con la soberbia Seven (1995) –a la que después le seguiría otro título sobresaliente, The Game (1997)- , David Fincher disfrazó de película de acción y combates callejeros una historia de perdedores, un retrato de toda una generación JASP -¿recordáis este acrónimo publicitario?- que un buen día descubren que son despojos de la sociedad occidental, víctimas de un consumismo barato y masivo, hijos de la televisión y las vallas publicitarias cuyas vidas se consumen lenta y agónicamente mientras trabajan en estériles oficinas o como dependientes, o camareros, o limpiadores, sin más objetivo en la vida que seguir viendo pasar los días mientras pagan sus facturas. Y ante eso, ¿qué se puede hacer?

Edward Norton y Brad Pitt en ‘El Club de la Lucha’

De estrenarse hoy, en los tiempos que corren, El Club de la Lucha sería tachada de antisistema, radical y subversiva, como poco. A ver, ¿un puñado de treintañeros descerebrados, sin oficio ni beneficio, que pasan de zurrarse en sótanos mugrientos y malolientes a cometer actos vandálicos organizados, rayando el terrorismo, enarbolando la bandera de la lucha contra el capital? Uf… peligroso si se ve así.  Yo encuentro esta película como un concienzudo análisis forense sobre la deshumanización del individuo, primero fagocitado por una sociedad que le consume y agota como mero peón, y luego, anhelando dar sentido a su existencia, como parte de un grupo que le acoge y respeta, hasta que es demasiado tarde para darse cuenta de que simplemente ha sido atrapado para formar parte de un todo totalitario y extremista -¿un ejército? ¿una secta?-  con unas normas impuestas por un orden jerárquico y superior. Moraleja: termina convirtiéndose en lo que, precisamente, se pretendía destruir.

Contado así, uno podría pensar que El Club de la Lucha es una película densa, profunda, aburrida. De estas tres características, la única cierta es la segunda; Fincher, como genial narrador y cineasta que es, emplea todo tipo de recursos, ya sean argumentales –el guión tiene de principio a fin una pátina de cruel humor negro- o audiovisuales –las subliminales apariciones de Tyler Durden/Brad Pitt durante las fases más agudas del insominio que sufre el protagonista; los crudísimos y demoledores combates cuerpo a cuerpo; el careo final entre los dos protagonistas- para que el espectador entre fácilmente en la moraleja de esta extraña, fascinante, hipnótica y contemporánea fábula urbana con ecos de Robert Louis Stevenson.

Recomendado para los que buscan emociones fuertes.

sensacineguaridadekovack

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