Kenneth Branagh o el ‘ser o no ser’ superlativo.
Un aviso para navegantes: confieso que, salvo la que hoy nos atañe, no he visto ni una sola de las múltiples adaptaciones cinematográficas de la inmortal obra de Shakespeare Hamlet. A punto, a puntito estuve echarles un ojo al menos a un par de ellas antes de sentarme a escribir estas líneas: la más conocida, la de Laurence Olivier (Hamlet, 1948), y también a la quizá más olvidada, la de Franco Zefirelli (Hamlet, el honor de la venganza, 1990) con un entonces lanzadísimo Mel Gibson encanando al fatídico príncipe danés. Pero finalmente, dado que cada una de estas páginas es monográfica, me he decidido a hablar única y exclusivamente, sin comparación ninguna, de la inevitable, magna, fastuosa y megalómana versión made by Kenneth Branagh.
Branagh es un tío que siempre me ha caído simpático. Curtido en las tablas de la Royal Shakespeare Company británica, dio el salto al celuloide adaptando, dirigiendo y protagonizando con cierto brío y soltura otro clásico de Sir William que ya había sido versionado con anterioridad por Olivier –con quien le compararían constante e inevitablemente desde entonces*- , Enrique V (1989), a la que le seguirían Morir todavía (1991), Los amigos de Peter (1992), Mucho ruido y pocas nueces (1993) o Frankenstein de Mary Shelley (1994); en fin, un puñado de títulos y géneros de lo más variopinto que le convertían, durante el primer lustro de los años noventa, en un actor/director de lo más interesante. Y aunque luego su carrera se volviera algo errática, firmando títulos que pasarían desapercibidos para el gran público –En lo más crudo del crudo invierno (1995)- o protagonizando otros con directores de renombre –Celebrity (Woody Allen, 1998)- o de dudosa gracia –Wild Wild West (Barry Sonnenfeld, 1999)- , siempre he seguido con cierto interés y agrado su carrera, ya fuese delante como detrás de las cámaras.
A mediados de los noventa, como digo, Branagh quiso dar su particular triple salto mortal llevando a la gran pantalla la versión mayúscula y definitiva de su admirado Hamlet. Y lo hizo por todo lo alto: un concienzudo trabajo de traslación al lenguaje cinematográfico, un nivel de producción de primera y una incansable labor amiguetil que ya quisiera el propio Santiago Segura –y que hace que una ristra interminable de primeros espadas anglosajones se paseen por sus más de cuatro horas de metraje: Kate Winslet, Julie Christie, Derek Jacobi, Brian Blessed, Jack Lemmon, Billy Cristal, Robin Williams, Gérard Depardieu, Charlton Heston, Judi Dench, Rufus Sewell, Timothy Spall, Rosemary Harris, Richard Attenborough… y sólo por citar los más conocidos, que el elenco sigue y sigue- dan a este ser o no ser fílmico una apariencia, un empaque de puro lujo.

Pero debo insistir en este matiz: la apariencia. Porque debajo de este majestuoso y deslumbrante envoltorio nos encontramos con una película irregular, tan deslumbrante en su puesta en escena –con un dominio coreográfico digno de elogio, donde el impresionante trabajo actoral y los movimientos de cámara nos regalan verdaderas joyas en forma de planos-secuencias al servicio del innegable talento de sus intérpretes- como verdaderamente equivocada en su ritmo y en su concepción. Desconozco el efecto que en su día produciría la versión estrenada en salas comerciales, de tan sólo 150 minutos; pero la que yo conozco, la de 242 minutos, es verdaderamente lenta, pesada, trufada de infumables soliloquios o interminables diálogos que acaban con la paciencia del espectador medio y que quizá, sólo quizá, hagan las delicias de los más devotos e incondicionales del teatro clásico.
Hamlet falla donde, curiosamente, no pinchaban las anteriores películas de Shakespeare de su director; si algo era más que destacable tanto en Enrique V como en Mucho ruido y pocas nueces era la capacidad que tenía Branagh de romper con cualquier atisbo teatral, de saber manejar las herramientas que el cine ponía a su alcance para no limitarse a un simple teatro filmado, sino a moverse sin dificultad y sin limitaciones espaciales con su cámara por sus escenarios y entre sus personajes, ya fuese en un campo de batalla o en una idílica campiña del norte de Italia. Sin embargo, aquí raramente salimos del gran palacio real, y cuando lo hace no renuncia –es más, lo recalca- a su carácter teatral y teatralizado, ya sea con exteriores claramente falseados –ese paisaje nevado camino a Inglaterra…- o con personajes algo histriónicos, exagerados, caricaturescos –ese Robin Williams…- .
En definitiva, nos encontramos ante una verdadera gran producción que no repara en joyas y oropeles escenográficos, y que cuida con mimo el libreto original; pero es de primero de guión que el cine no es teatro, que lo que funciona sobre las tablas no necesariamente ha funcionar ante la cámara, y esa insólita mezcla de herramientas narrativas y ese largísimo -¿e innecesario?- metraje pesan como una losa sobre el espectador medio. Es como comerse una tarta de caviar; será exquisita, pero no todos los paladares pueden con ella.
Recomendado para incondicionales del teatro clásico.
* y no sin motivo: como aquél, Branagh no sólo ha hecho Shakespeare en la gran pantalla en multitud de ocasiones –no sólo dirigiendo, a veces simplemente protagonizando, como fue en el Othello de Oliver Parker (1995)- , sino que terminó encarnándole literalmente en la reciente Mi semana con Marilyn (Simon Curtis, 2011).
No he visto esta película (aunque la verdad es que le tengo bastantes ganas). De este hombre he visto «Morir todavía», «Frankenstein» (ambas me encantaro), «Thor» (esa creo que es de Michael Bay y pagaron a Brannagh para que pusiera su nombre) y poco más. Pero tengo que decir que a día de hoy su trabajo que más me ha gustado y con el que más sigo disfrutando cada vez que lo veo es delante de las cámaras: ese tremendo Gilderoy Lockhart de «Harry Potter y la Cámara de los Secretos».
Tremendo, divertidísimo, no sólo por sus frases, sino por la mirada y el tono que tiene toda la película de «Entiendo perfectamente que tengáis envidia de mí». Por supuesto, recomendado verla en v.o.