«Quien salva una vida, salva al mundo entero».
Recuerdo perfectamente, como si fuera ayer mismo, el empeño que tenía en ver la película de la que todo el mundo hablaba y aplaudía con sincera admiración: el director de divertimentos como Tiburón (1975), E.T., el extraterrestre (1982) o la saga de Indiana Jones había asombrado a todo el mundo con una aproximación dura, contundente y sin concesiones al horror del Holocausto judío.
En aquella época yo no era más que un cinéfilo imberbe y quinceañero, y mientras la gente de mi edad apenas le interesaba el Séptimo Arte –y quien lo hacía prefería pasar un buen rato divertido con una de Stallone o Bruce Willis- , yo me planté un buen día en el hoy tristemente abandonado Cine Novedades madrileño y ahí aguanté, como un jabato, en una incómoda y estrechísima butaca, sin pausa ni respiro –sí, en los años noventa aún había salas que ponían descanso en películas de extenso metraje- , el cúmulo de terribles e históricas atrocidades proyectadas en la pantalla. Fue una experiencia impresionante, pero a la vez reveladora: tremendamente dramática y violenta, sin embargo La lista de Schindler me pareció una película honesta, respetuosa, que no caía en demagogias baratas, ni en banalizaciones argumentales, ni en la violencia gratuita. El Holocausto fue una pesadilla en vida, y el durísimo blanco y negro de esta inmediata obra maestra, obra y gracia de un operador polaco –Janusz Kaminski, desde entonces mano derecha de Spielberg- , así como la impresionante y a la vez minimalista partitura del maestro John Williams –quien no se emocione con la suite principal al violín, no tiene alma- , insuflaban un espíritu propio, inconfundible y maravilloso al film.

Ni qué decir tiene que La lista de Schindler me descubrió también a un trío de excelentes y desconocidos actores: a Liam Neeson, el (al principio odioso) Oskar Schindler sobre el que gira toda la película, sí que le había visto en algún pequeño papel anterior –La misión (Roland Joffé, 1986); Sospechoso (Peter Yates, 1987)- ; sin embargo, ni conocía a Ben Kingsley –luego supe que diez años antes había ganado un Oscar por haber encarnado a Gandhi (Richard Attenborough, 1982), pero yo aún no había visto este biopic- ni mucho menos a Ralph Fiennes, cuyo breve currículum anterior era una incógnita en nuestro país –Cumbres borrascosas (Peter Kosminsky, 1992) y El niño de Macon (Peter Greenaway, 1993), sus dos trabajos anteriores, llegaron a nuestras salas con un par de años de retraso- .
La lista de Schindler se alzó como triunfadora indiscutible en la noche de los Oscar de 1994 –ganó siete premios, incluidos Mejor Película y Director- ; una velada que reconcilió a la Academia con el cineasta más talentoso e injustamente vilipendiado de su generación tras década y media de desencuentros, sobre todo tras el affaire El color púrpura (1985) –nominada a casi todo, salvo al propio Spielberg, para luego dejarla con el casillero a cero- . Y, para quien esto escribe, se trata de la última gran película con aroma a clásico indiscutible de Hollywood que se ha llevado la preciada estatuilla; ninguna de las posteriores ganadoras, a mi entender, ha logrado igualar el estatus de puro cine que desprende cada fotograma de esta obra maestra atemporal e imprescindible.
Lo mejor, como alguien escribió una vez: que nunca haya una segunda parte.
Recomendado para todos los amantes del cine.