Hermanos de sangre.
Como ya sucediera con el western –hasta la exitosas irrupciones de las premiadísimas Bailando con Lobos (Kevin Costner, 1990) y Sin perdón (Clint Eastwood, 1992)- , el cine bélico parecía condenado a ser un subgénero menor en la industria de Hollywood a mediados de los años noventa del pasado siglo. Y más concretamente, todas esas historias –ficticias o no- de batallas y combates ambientadas durante la II Guerra Mundial parecían ya formar parte de un pasado cinéfilo glorioso y a la vez añejo. Sin embargo, en 1998, y tras dos considerables patinazos en su filmografía –las muy menores Amistad y El mundo perdido: Jurassic Park, ambas de 1997- , Steven Spielberg nos regaló una (otra) película maravillosa, magnífica, polémica y controvertida en el momento de su estreno pero que hoy día es considerada como un indiscutible clásico del siglo XX.
Salvar al soldado Ryan abre, todos lo sabemos ya, con veinte minutos pavorosos, crueles, soberbios y aterradores: una larga secuencia en la que el espectador no ve, vive el desembarco de Normandía en primera persona. Una puesta en escena prodigiosa para desmitificar, de la manera más cruenta posible, cualquier atisbo de honor y heroicidad en el campo de batalla: el enemigo no tiene rostro, se parapeta tras un búnker de acero y piedra desde donde escupe incesantes ráfagas de fuego y balas; y, a nuestro alrededor, se desencadena el horror, el infierno, la sangre, la muerte. Para quienes aún tachaban a su director de ser demasiado sensiblero y blandengue –a pesar de la dureza de su anterior obra maestra, La lista de Schindler (1993)- , toda una inesperada bofetada; para el resto, un homenaje a quienes participaron en la contienda pero bajo una pátina de desmitificación de las heroicas –y casi siempre desmesuradas- hazañas bélicas que el propio Hollywood había ayudado a alimentar durante buena parte de las décadas de los años cincuenta y sesenta.

Una batalla, y por delante mucha guerra. Al capitán Miller –un soberbio Tom Hanks, en su primera colaboración profesional con el director- se le asigna la insólita misión de recorrer territorio hostil en busca de un solo soldado, desaparecido tras las líneas enemigas, una vez el alto mando sabe que dicho marine ha perdido a tres hermanos en el transcurso del Día-D. Un argumento muy criticado en su momento por su aparente falta de verosimilitud… de no ser porque esta historia fue cierta, tal y como recogió el guionista Robert Rodat inspirado en el caso real y documentado de los hermanos Niland. A partir de este planteamiento, Spielberg construye, con diferentes y variados mimbres –el miedo, la camaradería, la traición, la confianza, la nostalgia…- una particular odisea homérica; y nosotros, espectadores, acompañamos a este heterogéneo y reducido grupo de combatientes en pos de un objetivo ciertamente discutible.
Dos fueron los grandes logros que para la posteridad dejó este film: por un lado, el debut de un nutrido grupo de jóvenes y competentes actores, donde, si bien Edward Burns o Matt Damon ya empezaban a despuntar en la industria, encontramos los nombres de Vin Diesel, Barry Pepper, Adam Goldberg, Giovanni Ribisi, Jeremy Davies o Nathan Fillion; por otro, y principalmente, todo el aspecto visual del film, en el que la cámara –inquieta, al hombro- siempre se sitúa a la altura de los ojos, subjetiva, para –de nuevo- hacernos partícipes de la acción, y con unas imágenes que son puro nervio, crudas e hiperrealistas, gracias a la sobresaliente labor de Janusz Kaminski (fotografía) y Michael Kahn (montaje), habituales ambos –junto con el compositor John Williams– en la filmografía del cineasta.

Quizá aquí en Europa nos sobre ese halo de patriotismo que sobrevuela durante gran parte del relato –el film abre y cierra con una bandera estadounidense ondeando al viento a toda pantalla- , pero no se puede negar que Salvar al soldado Ryan es una obra mayúscula, inspirada, de esas que emociona y remueve por dentro, más próxima a las fotografías de Robert Capa que a la plasticidad fílmica de antaño –nada que ver, por ejemplo, con El día más largo (Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962), quizá su referente cinematográfico más claro- y que no sólo relanzó un género ya en desuso, sino que creó escuela: la guerra no ha vuelto a ser la misma en la gran –y pequeña- pantalla.
Recomendado para cinéfilos de pro.
Tremenda, soberbia película, que sigue sobrecogiendo con cada nuevo visionado. Más de diez años más tarde, el propio Hanks tendría una línea de diálogo en otra película que encaja muy bien a esta, y a los tiempos que aún podrían regresar: «Para eso estudiamos Historia, para dejar de matarnos los unos a los otros».
Que nunca se olviden los errores para no volver a repetirlos.