Como la vida misma.
En más de una ocasión habré comentado que, desde que era un crío, mi género favorito siempre ha sido la ciencia-ficción. Bueno, esta es una verdad a medias: con el paso de los años, y con mis propias vivencias en platós, rodajes y demás farándula cortometrajil, confieso que también siento una debilidad especial por todas aquellas películas sobre ‘cine dentro del cine’.
De Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly & Stanley Donen, 1952) a The Artist (Michael Hazanavicius, 2011), pasando por La noche americana (François Truffaut, 1973), la muy reivindicable El último gran héroe (John McTiernan, 1993), Ed Wood (Tim Burton, 1994) o También la lluvia (Icíar Bollaín, 2010), por citar sólo unos pocos ejemplos; pero si hay una cinta que me produce emoción, ternura, regocijo y cierto escalofrío es, sin duda, la genial Vivir rodando (Tom DiCillo, 1995), producción etiquetada dentro del cine indie norteamericano y que cuenta con un reparto de lo más estimulante con Steve Buscemi, Catherine Keener y Dermot Mulroney a la cabeza.
Vivir rodando retrata, con mucho humor, rabiosa sátira y fina ironía, todos los avatares, entresijos, obstáculos e imponderables que pueden surgir –y de hecho, surgen- alrededor de un rodaje cinematográfico, que se vuelven mayúsculos cuantos menos recursos técnicos, humanos y económicos disponga la producción. Dicho de otro modo: hacer cine es una aventura plagada de dificultades, y si tienes poco dinero, todavía más. Para ello, DiCillo –autor también del excelente guion- sumerge al espectador en una espiral repetitiva, hipnótica, diría incluso que estupefaciente: y es que hacer una peli es como una droga dura, que te lleva de la euforia a la depresión, de la que no es fácil desengancharse.

Os puedo asegurar que todas, absolutamente todas las situaciones que aparecen en el film, por muy esperpénticas, delirantes o surrealistas que puedan parecer, las he vivido en primera persona –afortunadamente, no en un mismo proyecto, pero sí en distintos rodajes- : desde tener que trabajar con elementos técnicos obsoletos –ese foco que explota- hasta tener que lidiar con los egos de ciertos actores, pasando por retrasos, intoxicaciones alimentarias, constantes cambios en el plan de producción, olvidos, despistes y, sobre todo, la paciencia siempre a prueba ante la cantidad de información, sugerencias y críticas que hace todo aquél que se pasea por un plató.
Con unos personajes a veces algo caricaturescos pero sin duda entrañables, DiCillo nos embauca en un pequeño viaje hacia un sueño que se toca con las yemas de los dedos pero que seguramente nunca se alcance. Significativo es ese momento, casi al final del film, en el que cada uno de los miembros del equipo imagina su horizonte profesional: mientras que el director (Buscemi) recoge un premio ficticio y se lo dedica a quienes nunca creyeron en su talento, la actriz (Keener) sólo es capaz de dislumbrar un futuro como camarera. Y otros, sin embargo, sólo piensan en terminar el trabajo e irse a comer.
Y al final, una moraleja: pase lo que pase, hay que seguir adelante aunque no podamos volver a repetir la toma. Y que la vida ruede.
Recomendado para cinéfilos de pro.