Las Navidades, ¿bien o en familia?
La Navidad y la familia, para bien o para mal, son dos conceptos inexorable y eternamente relacionados desde que el mundo es mundo, y el cine nunca ha permanecido ajeno a ello: desde los clásicos imprescindibles –¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946)- hasta los blockbusters pergeñados para divertimento y disfrute del público más infantil –Solo en casa (Chris Columbus, 1990)- , pasando por las más castizas –La gran familia (Fernando Palacios, 1962)- y sin olvidar las innumerables adaptaciones cinematográficas del inmortal literario de Charles Dickens.
Paco Arango, que fue cantante melódico en los 90 antes de meterse a guionista y productor televisivo responsable de ¡Ala… dina! (2000-2002) o El inquilino (2004) –si todavía no le ponen cara, sugiero hacer lo mismo que yo: buscar su foto en Google- , debuta como director de largometrajes con este singular cuento navideño urbano, cosmopolita y contemporáneo, en el que un padre de familia de clase media-alta traba amistad, de manera casual al principio, profunda y sincera después, con Antonio, un quinceañero aquejado de leucemia pero con una vitalidad arrolladora y una personalidad sin igual.
Nos encontramos, pues, ante una cinta plagada de sentimientos y buenas intenciones, donde la comedia y el melodrama fluyen con naturalidad y sin demasiados excesos. Es verdad que casi todos sus intérpretes actúan con una naturalidad algo teatralizada, que no dejemos de visitar algunos lugares comunes del género –la familia a punto de desestructurarse, el tópico de acoger a un extraño a tu mesa en la cena de Nochebuena- , que algunas situaciones son excesivamente previsibles –la naturaleza del personaje de Rosa María Sardà- y que en demasiados momentos se evoque al espíritu de Mercero y su no tan lejana Planta 4ª (2003); pero todas estas pegas quedan en un segundo plano gracias al mensaje amable y sincero que desprende la película, con moraleja pero sin moralina, y sobre todo al sorprendente desparpajo del joven Andoni Hernández que compone todo un personaje, enorme, genial, con una perspectiva sobre la vida y la muerte tan nítida y luminosa pocas veces vista en la gran pantalla –salvo quizás en el retrato de Ramón Sanpedro que Javier Bardem y Alejandro Amenábar construyeron en la excelente Mar adentro (2004)- y que, a criterio de la Academia, su corta edad es hándicap suficiente para no poder optar a galardón alguno, cuando precisamente él sostiene casi toda la película por delante de sus veteranos compañeros de reparto.
Háganme caso: si desean pasar una tarde agradable en el cine, disfrutando de una película amable y sin demasiadas pretensiones, no se lo piensen demasiado a la hora de ir a ver Maktub. La cinta lo merece y, visto el nulo respeto que últimamente tienen distribuidores y exhibidores con las producciones autóctonas –lo que han hecho con las recientes y a priori muy apetecibles Eva de Kike Maíllo, o Verbo de Eduardo Chapero-Jackson, no tiene nombre- , no tardarán en cepillársela de nuestras carteleras para regocijo y beneficio de unas estridentes ardillas cantarinas o de unos pingüinos bailarines.
Recomendado para los que empalizan con el espíritu navideño.