Carta de amor a una ciudad mágica.
Hoy estoy contento. Sí, damas y caballeros: me he reconciliado con Woody Allen.
Los que bien me conocen saben que mi relación de amor-odio con el señor Allen viene de muy, muy lejos. Por resumirlo en pocas palabras, tan sólo diré que rodar y estrenar un largometraje al año, sin descanso, da como resultado una filmografía de lo más irregular… a pesar de que algunos críticos pelotudos, sobre todo en el Viejo Continente, no vean más allá de sus narices y aplaudan sin pestañear cada nuevo trabajo del cineasta neoyorkino.
En fin, centrémonos en el amigo Woody, quien parece haber abandonado nuevamente su adorado Manhattan y, tras su trilogía londinense –Match Point (2005), Scoop (2006) y El sueño de Cassandra (2007)- y su paseo turístico asturiano-barcelonés –la horrible Vicky Cristina Barcelona (2008)- , regresa nuevamente a territorio europeo para dedicarle toda una declaración de amor a la ciudad eterna y luminosa: París.
Y que los americanos sienten auténtica devoción por la capital gala no es algo que no supiéramos –incluso el propio Allen ya había acudido a ella en Todos dicen I love you (1996)- , pero al menos aquí sirve como contexto a una historia agradable, simpática, romántica pero no empalagosa, alegre pero no graciosa. La comedia queda en un segundo plano para homenajear, sentida y sinceramente, a la Edad de Oro, a la belle époque, a esa ciudad que incluso hoy tiene, en sus callejuelas y esquinas, rincones mágicos con ecos de esa idealizada época pasada.
Sin ningún tipo de efectismo ni artificio, Allen juega con el realismo mágico y, a mi entender, sale más que dichoso del intento. Aquél espectador que no entre en el juego de la mano de un sobrio Owen Wilson –clarísimo álter ego del director- seguramente encuentre la historia carente de todo interés, salvo el de ir viendo cómo por la pantalla se pasean personajes tan peculiares como Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Luis Buñuel o Toulouse-Lautrec. A mí, particularmente, me ha encandilado, me ha logrado atrapar, y he gozado con esta película en toda su plenitud. Principalmente, gracias a un guión ágil, que logra ir más allá de las visitas a las típicas postales turísticas –precisamente, estas pocas escenas sirven para subrayar la necesidad de evasión de un protagonista que se ve atrapado y rodeado por la mediocridad burguesa, y para criticar a la cada vez más rancia derecha republicana- . Mención aparte merece también la, curiosamente, única francesa de entre los protagonistas principales, la cada vez más reputada Marion Cotillard, que hace suyo un personaje que es todo un caramelito. Como contraposición, y por poner un pero, quizá se cargan demasiado las tintas sobre los personajes de Michael Sheen, un pedante, y de Rachel McAdams, una antipática tan diferente al protagonista en todos los aspectos que cuesta imaginarles como pareja.
Sin ser genial, y ni mucho menos una obra maestra, Midnight in Paris –dado que es coproducción española, ¿por qué la distribuidora de aquí no se ha molestado en traducir el título?- es brillante en todos sus aspectos técnicos y artísticos, siendo su mayor virtud el buen rollo y la amabilidad y el romanticismo, en el sentido más literario del término, que desprende por todos sus poros. Toda una cura para levantar el ánimo. Y la mejor peli de su director desde Misterioso asesinato en Manhattan (1993). No es decir poco.
Recomendado para redescubrir al mejor Woody Allen.