De buen rollito.
El neoyorkino David O. Russell, a sus actuales cincuenta y cuatro años, parece haber tocado la tecla clave para convertirse en el nuevo niño bonito del cine norteamericano. A pesar de llevar ya varios largometrajes a sus espaldas y dos nominaciones al Oscar al Mejor Director, su nombre sigue siendo bastante desconocido para el público en general; una suerte que, seguramente, cambie a raíz del reciente éxito de El lado bueno de las cosas.
Entiendo que este film haya agradado a público y crítica por igual en la tierra de las grandes oportunidades. Al fin y al cabo, lo que Russell nos cuenta en este largometraje, de manera sencilla y a la vez directa y sin rodeos ni demasiadas florituras, es la típica historia de redención y superación, con una pareja protagonista tan fuera de lo común como fácilmente identificable para el espectador de clase media-baja: él, Bradley Cooper, intentando alejarse de la imagen de playboy que se ha creado a su alrededor -gracias sobre todo a la disparatada trilogía de Resacón en Las Vegas (Todd Phillips, 2009-2011-2013)-, encarna a un marido cornudo con trastorno bipolar que intenta rehacer su vida, tras pasar ocho meses en una institución mental, regresando al hogar materno e intentando por todos los medios contactar con su exmujer; ella, Jennifer Lawrence, cuyo trabajo aquí le ha hecho ganar recientemente la estatuilla como Mejor Actriz, encarna a la joven viuda de un policía a la que la depresión le ha llevado a sumergirse en una espiral de desatada ninfomanía, y, a consecuencia de ello, ha perdido el trabajo y el respeto de quienes la rodean. Dos roles cuya explícita sinceridad ante la vida –como ellos mismos dicen, ya no necesitan ni mentir ni guardar las apariencias- engancha fácilmente con un público que, en los tiempos que corren, está bastante cansado de la hipocresía que inunda casi todos los estamentos de nuestra cotidiana realidad.
Podría decirse entonces que el mayor hallazgo de este film es haber nacido en un momento, el actual, lleno de contrastes y claroscuros, y cuya apuesta por la honestidad, la familia y la amistad verdadera nos producen una suerte de alivio y confort. ¿Es por tanto un producto de una época determinada? Eso sólo lo sabremos con el paso de los años, y veremos si aguanta o no. Hoy por hoy, hay que reconocerle su sobriedad en la puesta en escena, el eficaz trabajo de todos sus actores –desde unos maravillosamente recuperados para la causa Jacki Weaver y Robert De Niro hasta un sorprendentemente contenido Chris Tucker– y ese emocionante clímax final que, aunque algo previsible –como en toda comedia romántica que se precie- , por fortuna no cae en la cursilería propia del Hollywood de otra época –en un momento determinado, a punto está de convertirse en un remake encubierto de Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) (!)- , termina envolviéndonos como un manto cálido y reconfortante.
Y es que un poquito de optimismo y buen rollo, con la que está cayendo, no nos viene del todo mal…
Recomendado para quienes requieren de cierta dosis de escapismo bienintencionado.