‘Akelarre’ a la bilbaína.
Desde su llamativo debut con Acción mutante (1993) hasta la tremebunda y torticera Balada triste de trompeta (2010), el exceso, por acumulación o atropello, de elementos y situaciones, a cada cual más desconcertante y onomatopéyica, ha sido la seña de identidad, la marca de la casa, de Álex de la Iglesia. Cuando intenta contenerse, se queda corto –ahí están Los crímenes de Oxford (2008)- , y cuando se desmelena, se pasa de la raya, y ya da igual que la historia gire alrededor de la carrera de dos comicuchos catódicos de mala muerte –Muertos de risa (1999)- , o de unos actores resignados a ser meras comparsas de un show caduco –800 balas (2002)- , o de unos empleados de un centro comercial –Crimen ferpecto (2004)- , o de la tripulación de una destartalada astronave hispánica -la olvidada, y olvidable, Plutón BRB-Nero (2008-2009, TV)- . Sus más acérrimos defensores consideran este maremágnum una virtud; a mí, personalmente, me agota.
Y conste que ahí tengo, en mi Olimpo particular, esa genialidad suya titulada El Día de la Bestia (1995); pero desde entonces, y salvo en el excepcional caso de La comunidad (2000), el cineasta bilbaíno no suele sino traernos cada cierto tiempo un lujoso espejismo trufado de apabullantes fuegos de artificio, pero con poca sustancia y mínima enjundia. Al menos, en esta ocasión, Las brujas de Zugarramurdi no deja el lamentable sabor de boca con el que terminábamos al final de la proyección de Balada triste, pero lo cierto y verdad es que este film, repleto de virtudes técnicas y cabriolas audiovisuales, va de más a menos, arrancando con una espectacular secuencia de tiroteo y persecuciones en plena Puerta del Sol madrileña para terminar con un epílogo tan rebuscado como innecesario -¿o es que se está planteando una secuela?- .
Llama la atención, al menos para quien esto escribe, la multitud de referencias, guiños y homenajes, más o menos intencionados, a recordadas películas hollywoodienses, que van desde Abierto hasta el amanecer (Robert Rodríguez, 1996) –el arranque es similar, salvo que en vez de Clooney, Tarantino y una caravana, tenemos a Hugo Silva, Mario Casas , un taxi secuestrado y un señor de Badajoz- hasta Los Goonies (Richard Donner, 1985) –ese niño que sale a la carretera en busca de ayuda y se tropieza con los malos– , por no citar aquellas películas con fantasmas de Laurel y Hardy o cualquiera de las propuestas zombies que nos siguen llegando a la pequeña y gran pantalla.

Esto no es malo, ni mucho menos, y además, como digo, De la Iglesia se beneficia no ya sólo de la impecable labor de fotografía (Kiko de la Rica), dirección de producción (Arri y Biaffra) o efectos especiales (Juan Ramón Molina), sino del trabajo de un impagable elenco no siempre plenamente aprovechado: Pepón Nieto y Secun de la Rosa cargan con unos tópicos cops, Carolina Bang explota su sexualidad por encima de su talento y Terele Pávez funciona siempre que hace de… Terele Pávez. Se nota que quienes más disfrutan con sus roles son Enrique Villén y, sobre todo, Carmen Maura; y un gran descubrimiento, Jaime Ordóñez, estupendo actor más allá de los episódicos televisivos a los que nos tenía acostumbrados.
Si Las brujas de Zugarramurdi me ha entretenido –y divertido por momentos- pero no me ha convencido, ha sido –volviendo a la exposición inicial de este artículo- por ese empeño del más difícil todavía que tiene su director. En una comedia disparatada con aire y atmósfera de brujería, hechicería, conjuros y aquelarres… ¿por qué ese monstruoso giro final, tan artificioso como fuera de tono? Lo dicho: otra vez se pasó de la raya…
Recomendado para degustadores de excesos fílmicos.