Realismo mágico, amor verdadero, y la familia bien, gracias.
Siempre resulta interesante acercarse a cada nuevo trabajo del director y guionista Richard Curtis; si bien en la primera faceta aún podría considerársele un recién llegado –sólo tres títulos en su haber- , son ya casi treinta los años que este veterano neozelandés afincado en las islas británicas lleva trabajando en libretos de todo tipo, que van de la pequeña pantalla –La víbora negra, Spittin Image, Mr. Bean– al celuloide con sus celebradas Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell, 1994), Notting Hill (Roger Michell, 1999), El diario de Bridget Jones (Sharon Maguire, 2001) o, más recientemente, Caballo de batalla (Steven Spielberg, 2011). Con este bagaje, y a pesar del batacazo artístico y comercial que supuso Radio encubierta (2009), quien debutara con esa genialidad sin tacha que es Love actually (2003) se merecía que le diera una nueva oportunidad. Y no me ha defraudado.
Como si de una fábula contemporánea se tratara, Una cuestión de tiempo nos propone adentrarnos en una suerte de realismo mágico donde en realidad importan más los personajes, sus vivencias y su madurez, que los elementos fantásticos. Me explico: en manos de cualquier otro, proponer un film sobre un muchacho que a los 21 años descubre que los varones de su familia pueden viajar en el tiempo a voluntad hubiese sido una mera excusa para deslumbrarnos con una suerte de efectos especiales de relumbrón adornando una ensalada de situaciones inverosímiles y desconcertantes paradojas –sí, estaba pensando en ese inesperado truño que resultó ser Looper (Rian Johnson, 2012)- . Para Curtis, este punto de partida no deja de ser más que una mera anécdota; en realidad, lo que a él le interesa es lo que siente y padece el muchacho, que por mucho superpoder que pueda tener no deja de ser un recién llegado al mundo de los adultos, obligado a dejar la casa familiar y trasladarse a la gran ciudad, a intentar labrarse una buena carrera laboral, y conocer gente nueva, intentar encajar… es fácil que empaticemos con el pelirrojo y algo apocado Tim (Domhnall Gleeson), quien, siguiendo los consejos de su padre (Bill Nighy), utiliza su don con moderación y responsabilidad, y, a decir verdad, en muy pocas ocasiones para beneficio propio: valga como ejemplo cuando intenta salvar el estreno teatral de su amigo Tom Hollander o ayudar a su descarriada hermana (Lydia Wilson). ¿Lo aprovecharía para sacar partido a su relación con Mary (Rachel McAdams)? Por supuesto -¡cualquiera lo haríamos!- , pero nunca desde un punto de vista egoísta y pendenciero.

La gran habilidad de Curtis no es sólo hacer cotidiano un hecho ciertamente sobrenatural –que también- , sino, como en sus trabajos anteriores, dotar a sus personajes de una naturalidad y una humanidad tales que es imposible no encariñarte con ellos –todos los actores, por cierto, exquisitos; lástima que sea inevitable comparar el rol de McAdams con otro aparentemente similar que encarnara en Más allá del tiempo (Robert Schwentke, 200)- . Sumémosle a esta otra gran virtud, y es su capacidad de enternecernos y hacernos reír sin caer en empalagosas y almibaradas zalamerías ni en cacofónicos chistes de dudoso gusto, y nos daremos cuenta de que tenemos ante nuestros ojos a un excelente dramaturgo que, dichosos nosotros, narra sus historias no en el West End londinense o en el luminoso Broadway neoyorkino, sino a través de una cámara de cine.
Recomendado para públicos perspicaces.