Contra el sistema.
¿Qué debería hacer una persona cuando los poderes fácticos se niegan a asistirle, a pesar de sus derechos como ciudadano? Esta es una pregunta muy de hoy día, sin duda –no hay más que ver cómo, a la vuelta de la esquina, se están sesgando la sanidad universal o la educación pública- , pero es el desafío al que se tuvo que enfrentar Ron Woodrof (Matthew McCounaghey), un electricista texano que en 1985 fue diagnosticado con VIH y que, además de sufrir la marginación social por quienes le rodeaban, tuvo que pelear contra una legislación que ya le daba por desahuciado –los médicos le diagnosticaron apenas un mes de vida- y que le negaba cualquier tipo de tratamiento farmacológico, aprobado o experimental.
Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013) propone este y otros dilemas que sin duda ponen a prueba al espectador. Para empezar, el tal Woodrof no es precisamente un tipo ejemplar: alcohólico, cocainómano, putero y homófobo. Todo un angelito. Y luego, aunque bien es cierto que su carácter se suaviza levemente –y en ello mucho tiene que ver su imprevista amistad con el transexual Rayon (Jared Leto)- , no podemos obviar que consigue de manera ilegal las drogas que pudieran paliar su enfermedad, lo que le granjea no pocos enfrentamientos con los departamentos de narcóticos y antivicio de la policía, y además no tiene ningún reparo en vender dichos productos a otros afectados que se encuentran en la misma situación que él. ¿Es legal? Claramente, no. ¿Es ilícito, reprobable, inmoral? Para los que nos gobiernan –ya sabéis, esos que se supone que velan por nuestra seguridad y bienestar- no cabe ninguna duda al respecto, pero habría que reprocharles a éstos por qué no se facilita el acceso a estos medicamentos para estos afectados. ¿Puede una persona, por propia iniciativa, experimentar con su propio cuerpo en la búsqueda desesperada de una cura para su mortal enfermedad? ¿O debería ser papá estado quien le facilite los cuidados médicos y paliativos que éste necesita? Es el eterno enfrentamiento contra el inmovilismo y el statu quo, el ejemplo de cómo una actitud personal e incluso egoísta, si se quiere, termina desembocando en un auténtico enfrentamiento por los derechos de un colectivo contra la pasividad de una administración que prefiere mirar para otro lado.

En cierto modo, puede verse como el otro lado de la moneda de Philadelphia (Jonathan Demme, 1993), no tanto por lo evidente –dos enfermos de sida que alzan su voz, aunque sea lo último que hagan- , sino por las dos maneras diferentes, pero en cierto modo complementarias, de atacar una misma injusticia –marginación y exclusión social- . Quizá Dallas Buyers Club cuenta con la ventaja no sólo de contar una historia con personajes que existieron realmente, sino de poder hacerlo desde una perspectiva histórica considerable; por el contrario, el film de Demme es hijo indiscutible de su tiempo, y quizá sufra de ciertos matices algo impostados, aunque sus virtudes puedan ser otras. Pero ambas retratan a individuos que, sin proponérselo, convierten su solitaria odisea en una lucha por la dignidad humana.
Me resulta complicado hablar de esta película y de este particular Robin Hood sin nobleza y sin señor, y es en esta complejidad, precisamente, donde reside el gran mérito de la película: alejada de tópicos marrulleros y de moralejas aleccionadoras, y sin caer en melodramas telefilmeros, uno no puede dejar de plantearse si, cuando la propia vida –y la de los semejantes- está en juego, el fin justifica los medios. ¿A cualquier precio? ¿En según qué situación? Y si es así, ¿quién está legitimado para defender qué acciones son justas y cuáles no? Contribuye a ello, indiscutiblemente, el gran trabajo interpretativo de McConaughey, muy por encima de lo que nos tenía acostumbrados en los últimos años, y que sin duda pone un punto de inflexión en su ya dilatada carrera.
Recomendado para aficionados al cine comprometido.