La isla mínima

Haciendo aguas.

Aupada unánimemente por la crítica, aplaudida por buena parte del público y encarando los próximos Goya gracias a los cuatro galardones cosechados en San Sebastián, me enfrento a La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014) con verdadero interés pero también cierto temor por aquello que hemos hablado en otras muchas ocasiones acerca de las expectativas creadas. ¿Estoy condicionado? Habrá quien piense que sí, y que por eso mi sensación final, una vez acabada la proyección, se resume en aquel viejo dicho de ‘mucho ruido, pocas nueces’.

Sur de España, 1980. Mientras el país navega a la deriva por una democracia a punto de naufragar –tras largos años de dictadura- , dos policías son enviados desde Madrid para investigar la desaparición de dos chicas adolescentes, hermanas, durante las fiestas del pueblo. En un entorno a la vez árido –y no sólo por el terreno- y pantanoso, ambos deberán enfrentarse no sólo ante la posibilidad de encontrarse ante un cruel asesino en serie, sino a sus propias diferencias de carácter en un escenario hostil, aún anclado en el pasado reciente.

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Arévalo y Gutiérrez, dos hombres y un misterio.

Planteamiento potente. Actores de carácter –Javier Gutiérrez, Raúl Arévalo, Antonio de la Torre, el recientemente descubierto Jesús Castro…- . Una excelente ambientación –Pepe Domínguez– y una soberbia fotografía –Álex Catalán– . Incluso la puesta en escena del propio Rodríguez es notablemente eficaz, con momentos álgidos y brillantes –esas descriptivas tomas cenitales; esa vibrante persecución nocturna; ese inquietante clímax bajo la lluvia- que la sitúan muy por encima de su anterior trabajo, la también sobrevalorada Grupo 7 (2012). ¿Qué falla en esta cinta? Pues aparte de sospechosos parecidos estéticos y estilísticos que me aseguran algunos entendidos –desde la poco conocida Memories of murder. Crónica de un asesino en serie (Bong Joon-ho, 2003) hasta la más popular y catódica True Detective (2014)- , su principal talón de Aquiles es un guion inconsistente y trilero, muy blandito, plagado de tramposos vericuetos, espejismos y pistas falsas planteadas tan sólo para tratar de engañar al respetable. ¿Por qué se le da –en un principio- tanta importancia a la pauta temporal con la que se suceden los asesinatos, si luego estos se cometen arbitrariamente? ¿Quién es la misteriosa joven de la carretera a la que el personaje de Arévalo mira embobado y que luego nunca vuelve a aparecer? Son sólo un par de ejemplos de la irregularidad de un libreto donde cada situación, cada descubrimiento que hacen los protagonistas, llega mucho después de que lo haya deducido previamente cualquier espectador que haya estado mínimamente atento –esa pegatina de la chica con sombrero… ¿de verdad no recuerdan que estaba en aquella carpeta?- .

Y es una verdadera lástima, porque entre líneas sí que se dejan entrever ciertas lecturas o moralejas de lo más interesantes –unos métodos policiales aún bastante violentos y totalitarios; una sociedad ciertamente misógina; una estructura de castas muy arraigada en los entornos rurales- ; La isla mínima, como retrato de una época a través de la ficción, resulta ciertamente interesante, pero como thriller policiaco sólo funciona a niveles muy elementales y con una trama que ni siquiera se remata satisfactoriamente. Entretiene, pero sabe a poco.

Recomendado para aficionados a los relatos detectivescos de sobremesa.

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