Incomprensible e inesperado despropósito.
Hay ocasiones en las que uno se sienta delante de la pantalla sin saber muy bien qué va a ver o qué se puede esperar; en esas, lo mejor es dejarse llevar y cruzar los dedos y, si no se trata de una gran película, encontrarnos al menos con una propuesta que nos tenga un par de horas entretenido. Hay otras, sin embargo, en que es imposible no tener altas expectativas, ya sea por los nombres que conforman la producción –tanto delante como detrás de las cámaras- o porque el film viene precedido de un estimable bagaje, caso de las innumerables sagas y series que año a año acuden con un nuevo capítulo a nuestras salas. Es en estos casos cuando las posibilidades de sentirse decepcionado aumentan, aunque los más fieles suelan (solemos) intentar rascar algo bueno de una episodio fallido: aquella escena, aquel diálogo, aquel chiste, reencontrarnos con nuestros personajes favoritos…
Olvidémonos de las precuelas de Star Wars (1999-2005) –esas que, lo sabemos, hay quienes han borrado de su mente como si nunca hubiesen existido- ; olvidémonos de ese Indiana Jones apócrifo que nos desilusionó hace ya un lustro; olvidémonos del final de la televisiva Lost, que levantó ampollas en medio mundo civilizado; os aseguro que jamás me he sentido tan, tan defraudado, como con esta nueva y ¿penúltima? entrega de X-Men. Muchos eran los elementos para que pudiéramos celebrar la que se presumía como la cinta definitiva de superhéroes Marvel; si hace un par de veranos Los Vengadores (Joss Whedon, 2012) colmaban nuestro espíritu aventurero y juvenil con el mayor número de superjusticieros por metro cuadrado, Días del futuro pasado iba a suponer el no-va-más gracias a los excelentes resultados taquilleros y artísticos de la anterior entrega –la genial X-Men: Primera generación (Matthew Vaughn, 2011)- , el regreso del padre de la serie –Bryan Singer, retomando la dirección de la franquicia tras su equivocado abandono para irse al set de Superman Returns (2006)- y el encuentro de los repartos, casi al completo, de todos los que han conformado esta inolvidable Patrulla X cinematográfica tanto en la juventud como en la madurez.
Nada más comenzar, la película ya plantea una serie de dudas que nunca serán resueltas: ¿por qué el profesor Xavier (Patrick Stewart) está vivo si moría a mitad de metraje de X-Men: La decisión final (Brett Rattner, 2006)? ¿Por qué Logan (Hugh Jackman) luce garras de adamantium si éstas las perdió en su anterior spin-off, Lobezno inmortal (James Mangold, 2013)? ¿Por qué el ADN de Mística (Jennifer Lawrence) es tan importante para la superevolución de los Centinelas? Por sus características mutantes, ¿no hubiera tenido más sentido emplear a Pícara (Anna Paquin) para este cometido? Pero quizá el mayor error no son estos detalles –que estoy seguro que cualquier experto en los cómics podrá explicar, pero quedan sin resolver para los que tan sólo seguimos la serie fílmica- , sino el hecho de mostrar acontecimientos de pasado y futuro de manera simultánea, cuando –no hay que ser un experto en física cuántica para entenderlo- es de esperar que una modificación en el pasado cambiaría el futuro de manera instantánea, independientemente de si ese cambio ha sucedido en el siglo XX, en el XXI o en la edad de piedra. Existen algunas teorías científicas que plantean el tiempo no como una línea, sino como si fueran múltiples universos con infinitas posibilidades. No nos liemos: Singer plantea un montaje paralelo como si los viajes en el tiempo fuesen realidades alternativas a lo Matrix, y, definitivamente, no funciona.
Volvemos a caer en la ‘paradoja del abuelo’ -de la que ya hablé largo y tendido a propósito de Looper (Rian Johnson, 2012)- : ninguno de los acontecimientos que se desarrollan a lo largo del 1973 que plantea Días del futuro pasado tiene sentido alguno de acuerdo a lo ya mostrado tanto en la trilogía original como en las dos entregas independientes de Lobezno, no guarda ninguna relación casuística con los acontecimientos desarrollados en el universo fílmico X-Men que veníamos conociendo desde el estreno de la primera entrega en el año 2000, y, desenganchados por completo de una trama artificiosamente complicada y tramposa que no se sostiene por ningún lado –inverosímil esa escena del estadio y la Casa Blanca- , al espectador, seguidor o no de la saga, tan sólo le queda asistir atónito a un espectáculo pirotécnico brillante en algunos momentos –excepcional la secuencia en la cocina del Pentágono- pero inocuo en su mayor parte.
Creo, de verdad, muy difícil que la ya anunciada nueva entrega, Apocalipsis –con estreno previsto para 2016- , pueda corregir tamaño desaguisado. ¡Qué desilusión!
Recomendado para palomiteros conformistas.