Los chicos del barrio.
Casi una década ha tardado Daniel Guzmán en levantar su ópera prima como director de largometrajes. El actor, conocido por el gran público sobre todo por su trabajo en series televisivas como Policías o Aquí no hay quien viva –aunque yo ya le seguía la pista desde que debutara de la mano de Mariano Barroso en Éxtasis (1995)- , ya nos sorprendió con los cortos Inseguridad (2002) y Sueños (2003), este último ganador del premio Goya de la Academia así como de otros setenta galardones nacionales e internacionales.
Sueños, precisamente, es el germen de A cambio de nada (2015); de hecho, la película podría verse como una continuación natural del corto, ya que el retrato que hace de sus jóvenes protagonistas guarda muchas similitudes. Normal, ya que es lo que a Guzmán le sale de las tripas, y no son pocas las ocasiones en las que ha confesado haberse inspirado en pasajes y detalles de su propia juventud, en la que, antes de iniciarse en el mundo de la interpretación, debía ser también un ‘pieza’. Y es precisamente ese aire levemente autobiográfico y evidentemente nostálgico lo que sostiene un largometraje que rebosa carisma, autenticidad y frescura, donde, a pesar de visitar no pocos lugares comunes –familia desestructurada; entorno de clase media-baja; despertar sexual; lealtades inquebrantables- , fluye con naturalidad todo el recorrido así los diferentes episodios y personajes que se van concatenando en el guion.

Acertadísimo, por cierto, el casting: la sola presencia del ‘escudero’ Antonio Bachiller ya conmueve y divierte al espectador, y Miguel Herrán demuestra talento y don de gentes, capaz de sostener su mirada, entre lacónica y desafiante, ante los mismísimos Luis Tosar o Miguel Rellán, dos de los muchísimos veteranos que conforman el paisaje adulto y desencantado que rodea y asfixia a unos chavales que, como un par de irreductibles galos, tratan de resistirse a las imposiciones y normas paternales.
A cambio de nada sigue la estela de recordados títulos como Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) o El bola (Achero Mañas, 2000), y, si no fuera por algún elemento contemporáneo en escena –las matrículas de los coches, el moderno vagón de metro- , incluso hubiéramos pensado que nos encontrábamos ante una película ‘de época’, ambientada hace quince o veinte años. Quizá esa sea la gran moraleja del film y sobre la que deberíamos reflexionar: cómo la pobreza, la marginalidad, la exclusión social y la falta de comunicación siguen siendo, tristemente, una realidad inmutable en la España del siglo XXI.
Recomendado para degustadores de fábulas sociales.