Yo, robot.
A principios de los años cuarenta del pasado siglo, el escritor Isaac Asimov elaboró las llamadas Leyes de la Robótica, un compendio de tres normas que ha servido de base y referente para casi todas las obras sobre inteligencia artificial escritas desde entonces. Dichas leyes han sido adaptadas, modificadas, moldeadas y a veces incluso transgredidas –a propósito y con conocimiento de causa- , pero sus principios fundamentales permanecen siempre como un gen inalterable en el ADN del género.
Para su segundo largometraje como director –tras la sugerente pero algo irregular y desapercibida Hierro (2009)- , Gabe Ibáñez se lanza al difícil ruedo de la ciencia-ficción con Autómata (2014); todo un reto que no debemos pasar por alto en una cinematografía, la nuestra, que rara vez se anima con este género pero que, poco a poco, parece querer aflorar gracias a propuestas tan audaces como Eva (Kike Maíllo, 2011) o los cortometrajes Voice Over (Martín Rosete, 2011), Hibernación (Jon Mikel Caballero, 2012) o Similo (Zacarías & MacGregor, 2014). Ibáñez elimina una de las Tres Leyes de Asimov para conferirles a sus androides del futuro –nos encontramos en el año 2044, con una Tierra prácticamente asolada- una suerte de obsolescencia técnica al impedirles a éstos que puedan repararse o modificarse a sí mismos. Por tanto, y como los legendarios Nexus 6 de Blade Runner (1982), estos autómatas están condenados a ser pura chatarra una vez termine su vida útil, pero, ¿qué pasaría si éstos empezasen a curarse? ¿No supondría esto cierto grado evolutivo, de conciencia propia?
Esta no es la única referencia al clásico de Ridley Scott, ya que el personaje de Antonio Banderas -quien no sólo protagoniza, sino que además se preocupó de buscar la financiación necesaria para poder llevar a cabo el film- recuerda poderosamente al Deckard que encarnara Harrison Ford. Aquí, Banderas es un agente de seguros que ha de velar por el buen funcionamiento de robots silentes que, en su discreción, empiezan a cuestionarse ciertos comportamientos nada mecánicos y sí muy humanos. Aunque los ingredientes nos resultan familiares e Ibáñez nos hace transitar por ciertos lugares comunes -polis justicieros, científicos clandestinos, ese submundo urbano de suciedad y neones- , este primer tercio es sin duda lo más acertado del film: como dijo hace poco Luis Piedrahita –en las ‘Conversaciones de cine’ de SER CLM- , a veces en la ciencia lo bonito no es descubrir la respuesta, sino saber plantearse las preguntas, y el guion –firmado por el propio director junto con Igor Legarreta y Javier Sánchez Donate– está plagado de fascinantes interrogantes, salpicado además por algunas poderosísimas escenas –p.ej. aquella en la que un androide se suicida quemándose a lo bonzo- que se benefician de una planificación exquisita, una fotografía excelente a cargo de Alejandro Martínez y una estupenda partitura, obra de Zacarías M. De la Riva.

Sin embargo, en una pirueta narrativa algo desacertada, Ibáñez deriva su cuento cibertecnológico al árido terreno del western postapocalíptico, llevándonos por una homérica –y agotadora- travesía del desierto que desemboca en un final casi anticlimático, resolviendo algunas cuestiones metafísicas con un “simplemente pasó” -¡ay!- y reduciendo las expectativas a un fuego cruzado entre el fugitivo renegado y sus perseguidores. Eso por no hablar de la relevancia que se le da a cierto bicho robótico, técnicamente muy logrado, pero que me produce -perdonadme la expresión- un verdadero gatillazo en el contexto de la historia. ¿Tanta gaita con el macguffin para… esto?
Esperemos que, no tardando mucho, otros cineastas se animen a probar suerte en un género en el que técnicamente estamos a la altura, pero donde los guiones, por norma general, nos están patinando.
Recomendado para curiosos de la ciencia-ficción.