A la sombra del hombre-pájaro.
Hace ya una semana que vi Birdman (2014), una de las películas de la temporada –así lo corroboran críticos, premios, nominaciones y no pocos espectadores- , y hasta hoy no he sido capaz de escribir una sola línea acerca de este film de Alejandro G. Iñárritu. ¿Es esa obra maestra revolucionaria, radicalmente diferente, plagada de simbolismo y metáforas, que dicen algunos? Hombre, yo creo que no. ¿Es ese peñazo insufrible, egocéntrico, cansino y ‘raruno’ que dicen otros? Pues tampoco. Entiendo que esta propuesta, que es cualquier cosa menos convencional, sea de esas que las ames o las odies; a mí, sin embargo, me ha dejado a dos aguas, y no sé muy bien por qué lado decantarme.
Como en otras muchas películas que retratan lo que ocurre tras las cámaras o entre las bambalinas de un teatro, encuentro fascinante el retrato que se hace de los propios actores, gente que vive de vivir otras personalidades, y de cómo esta capacidad camaleónica puede afectar a su propia personalidad, su vida privada y sus relaciones. Para mí, sin duda es esta la parte más interesante del film, la que nos retrata las penurias, las alegrías, las decepciones, los hitos y los sinsabores de un gremio tan peculiar y fascinante. Y es el punto sobre el que pivotan esta historia y su protagonista, un tipo que años a fue una cotizadísima estrella de Hollywood al enfundarse un traje de superhéroe y que hoy pretende hacerse respetar como actor intentando levantar una pequeña producción en Broadway. La realidad y la ficción no sólo se diluyen al fichar a un acertadísimo Michael Keaton como protagonista del film –quien vivió un calvario similar a raíz del popular éxito de Batman (Tim Burton, 1989), y cuya carrera no ha vuelto a remontar… hasta hoy- , sino porque durante todo el drama los sucesos terrenales y las fantasías de la psique del protagonista –a quien constantemente se le aparece su álter ego fílmico del pasado- son difíciles de discernir, habida cuenta de que no hay ninguna transición entre ellos, ni siquiera un simple cambio de plano…

¿Es formalmente acertado que la película entera se construya sobre un trucaje –un único y larguísimo plano secuencia- que dura hasta el epílogo? Es cierto que el virtuosismo de la puesta en escena, de los movimientos de cámara y de la naturalidad de los actores dan cierto aire de autenticidad al conjunto, pero en ningún momento consigue hacernos olvidar que lo que estamos viendo es una representación orquestada, no la realidad, y que después de haber visto otros montajes igualmente espectaculares –caso de ciertas secuencias de La guerra de los mundos (Steven Spielberg, 2005), Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006), El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) o Gravity (2013)- , habrá quien piense que se trata de una argucia visual muy bien lograda, pero más enfocada a hipnotizarnos por su deslumbrante realización que por lo que nos cuenta la historia en sí. Y es que el guion, si bien como retrato de un hombre desesperado por anhelar un cierto reconocimiento profesional resulta de lo más convincente –incluso, por momentos, hasta conmovedor- , pierde interés precisamente cuando nos aleja de esta figura –esa relación entre Edward Norton y Emma Stone… ¿qué nos aporta?- y naufraga, definitivamente, con ese final inesperadamente ambiguo que, al menos a quien esto escribe, le dejó con la mirada perpleja clavada en la pantalla. Un WTF en toda regla… o su poética alegoría no la supe interpretar.
Recomendado para neófitos del cine de arte y ensayo.