Caricatura hueca del desmadre televisivo.
Tras más de veinte años de carrera cinematográfica, pocos recuerdan hoy que la trayectoria de Álex de la Iglesia se gestó a caballo entre los platós de cine –como director artístico de Mamá (corto de Pablo Berger, 1988) y Todo por la pasta (Enrique Urbizu, 1991)- y los estudios de televisión en espacios de entretenimiento como El peor programa de la semana o Inocente, inocente. Es normal, por tanto, que el realizador vizcaíno regrese de cuando en cuando a ese medio del que mamó como púber espectador primero y como profesional audiovisual después, ya sea de manera algo tangencial –el salvaje product placement de Acción mutante (1993), el vidente catódico de El Día de la Bestia (1995)- o afrontándolo de manera más directa, como ya hizo en la nostálgica Muertos de risa (1999) y en la grancarnavalesca La chispa de la vida (2011).
Mi gran noche (2015) vendría a completar esta extraña, altisonante, demencial, cariñosa y granguiñolesca trilogía de la caja tonta. Si Muertos de risa era un alocado (y subversivo) homenaje a la tele del entretenimiento y los concursos con los que crecimos las primeras generaciones de espectadores domésticos, y La chispa de la vida se rebelaba como una dramática denuncia a lo más ruin y rastrero del mundo de la publicidad y de los mass media, este film es, definitivamente, el más alocado, desatado, disparatado y esperpéntico de los tres. Evito de manera adrede palabras como “excesivo” o “radical”, porque, si bien es cierto que esta historia coral con ciertas reminiscencias a El ángel exterminador de Buñuel parte de una premisa bastante sui géneris, el guion firmado por el propio De la Iglesia junto con su habitual colaborador Jorge Guerricaechevarría no tiene reparos en pasarse de rosca en la forma, pero es bastante hueca en el fondo. Dicho de otra manera: busca el exceso y la caricatura, sí, pero todo no deja de ser un desatado artificio sin mucho que rascar bajo sus deslumbrantes focos y sus kilos de maquillaje. Vamos, que había mucha más mala baba en aquella de Segura y Wyoming que en esta plastificada gala de fin de año donde decenas de desconocidos comparten mesa, ríen y cantan cuando el gran hermano (un regidor) les ordena que deben hacerlo.

Aportaciones magníficas como las de Pepón Nieto y Luis Callejo –seguramente, los dos únicos personajes normales y verosímiles de toda la película- , Raphael y Carlos Areces –algo acartonados por separado pero que rebosan química al ponerlos juntos- , Jaime Ordóñez –impagable, lo mejor de la película como estrambótico sicario que no deja de recitar los versos del mítico Alphonso- e incluso Mario Casas cuando está encima del escenario cantando en playback la pegadiza Bombero, no son suficientes para compensar otras tramas que se estiran demasiado –el vaivén con el botecito de semen- o que, directamente, no llegan a funcionar –el gafe de Blanca Suárez– . En fin, que si de lo que se trataba era de recuperar al de Linares para la gran pantalla o de caricaturizar banalmente las miserias de la industria mediática, pues en cierto modo Álex de la Iglesia cumple su cometido; pero si el objetivo –o al menos, uno de ellos- era invitarnos (a los espectadores) a una (falsa) fiesta desmadrada donde nos reiríamos a mandíbula batiente, ahí se queda algo cojo el asunto. Disfrutaremos al menos, eso sí, con el interminable desfile de conocidos rostros que no dejan de pasar por la pantalla, muchos de los cuales deben su fama actual a productos televisivos de nuestra realidad cotidiana. ¿Ironías de la vida o elaborado ejercicio de metacine? Ahí lo dejo.
Recomendado para espectadores de carcajada fácil.