Aves de rapiña.
Quien piense que el oficio periodístico se encuentra en un momento de verdadera bajeza habida cuenta de los innumerables shows que endiosan a palurdos sin oficio ni beneficio, las incontables broncas televisivas a grito ‘pelao’ disfrazadas de tertulias políticas, la manipulación partidista de algunos medios o la proliferación de personajillos de medio pelo al frente de ciertos programas de supuesto rigor en detrimento de verdaderos profesionales, no quiero ni imaginarme la reacción que una película como Nightcrawler (2014), el debut en la dirección del hasta ahora guionista Dan Gilroy –Freejack: sin identidad (Geoff Murphy, 1992); Misión explosiva (Dennis Hopper, 1994); Apostando al límite (D.J. Caruso, 2005); El legado de Bourne (Tony Gilroy, 2012)…- , puede provocar en el respetable.
Louis Bloom es un tipo algo siniestro que malvive como raterillo de poca monta hasta que una noche cree encontrar el maná en forma de carnaza televisiva cuando se topa con un accidente de tráfico y a un grupo de reporteros grabando cuanto sucede. Sin experiencia previa ni referencias de ningún tipo, se hace con un modesto equipo de vídeo y comienza a surcar las calles en busca de todas aquellas imágenes que pudieran ser de interés para alguna de las múltiples cadenas de noticias que emiten en Los Ángeles. Rápidamente aprende una máxima: la sangre vende. Y así, poco a poco va haciéndose hueco en el ‘negocio’.
Comparada en algunos círculos con la mítica Taxi Driver (1976) –aunque por proximidad casi podría conformar un curioso tríptico nocturno junto con Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) y Locke (Steven Knight, 2013)- , lo cierto y verdad es que esta cinta comparte ciertos detalles con el clásico de Scorsese, como es un protagonista tan contenido como espeluznante –Jake Gyllenhaal, en una interpretación memorable que muchos consideran debería haber llegado a la final de los Oscar- y un retrato bastante siniestro de una jungla urbana nocturna y temible, que nos hace dudar de si nuestra civilización ha evolucionado algo en los últimos cuarenta años. Sin embargo, si Travis Bickle/Robert De Niro era un producto de la decadencia norteamericana post-Vietnam, Louis Bloom es un buitre del broadcast, un perro asilvestrado con cierta ferocidad latente que sobrevive a base de vender escoria –imágenes de crímenes, accidentes, tiroteos y otras atrocidades- en un mundo, el de los medios de comunicación, donde ya no importa lo que se emite –siempre y cuando haya un resquicio legal para poder hacerlo- , sino el maldito share.

Quizá me hubiese parecido mucho más interesante presentar a Bloom como un looser abocado a hacer algo inmoral para poder sobrevivir y no como un tipo potencialmente violento –esa escena inicial con el guardia de seguridad puede provocarnos rechazo hacia nuestro protagonista, y es difícil mantener así la empatía con él- , pero en realidad el debate que plantea el film resulta de lo más estimulante: si bien es cierto que este antihéroe escalará posiciones gracias a su codicia y a su falta de escrúpulos, en realidad él no es más que un escalafón, un mercenario, un ave de presa de esos mandamases de la información –estupenda y brutal Renne Russo– que no dejan de comprarle cada vez más material, casi a cualquier precio, y cuanto más sórdido, mejor. Y todo para alimentar a una audiencia que lo demanda, quizá no explícitamente, pero que es incapaz de apartar la vista del televisor aunque “estas imágenes pueden herir su sensibilidad” –una perversa moraleja que nos puede recordar a Tesis (1996), el debut de Amenábar- . Al final de todo, ¿quiénes son los culpables de la decadencia televisiva? Mirémonos al espejo: quizá, en el fondo, todos somos un poco Louis Bloom.
Recomendado para espectadores autocríticos.