El pueblo unido jamás será vencido.
Creo que ya lo he dicho en alguna otra ocasión. Hay películas que, sin contar con abultados presupuestos ni con repartos estelares, siendo humildes y con pocas pretensiones tanto en la forma como en el fondo, tienen la habilidad de tocarte en lo más profundo, y de dejarte un poso que difícilmente desaparece con el paso del tiempo. Quizá porque su moraleja te reconcilia con la especie humana; quizá porque sus personajes son tan auténticos y entrañables que, de manera inconsciente, uno los adopta como si fueran amigos para toda la vida; quizá porque, sea un relato de ficción o inspirado en unos acontecimientos aparentemente lejanos, te demuestra que nuestra sociedad no sólo está encallada, sino que en muchos aspectos ha retrocedido.
Pride (Matthew Warchus, 2014) consigue retratar no alguno, sino todos los aspectos anteriormente enumerados. Ambientada en la convulsa Gran Bretaña de mediados de los años ochenta –durante la época más dura del thatcherismo- , nos presenta a un variado ramillete de héroes anónimos que conforman dos grupos sociales aparentemente tan diferentes como distanciados: por un lado, unos jóvenes gays y lesbianas, organizados en una pequeña comunidad semiclandestina de Londres, que quieren reivindicar sus derechos como ciudadanos en el día a día, más allá de la ‘marcha del orgullo’ que se convoca anualmente de manera ‘oficial’; por otro, una comunidad minera en constante lucha y manifestación ante un Gobierno que cercena sus expectativas de futuro. Los prejuicios, los clichés, las barreras sociales y culturales… serán los obstáculos de deberán derribar para pelear por un interés común: sus derechos como ciudadanos. La unión hará la fuerza.

Con un sentido del humor fresco, un guion bien construido y una estupenda mezcla de actores jóvenes y veteranos, Pride es un reconfortante cuento de solidaridad, comprensión y amistad. Pero, además de un jovial y optimista relato, la película se muestra –y no lo esconde- como una fábula de no-ficción sobre una realidad que, treinta años después, parece imperturbable: políticos que siguen gobernando de espaldas al pueblo, recortes “por nuestro bien” que asfixian a las clases más bajas, objetivos macroeconómicos por encima de las necesidades básicas de los ciudadanos y la lucha por recuperar unos derechos sociales elementales incomprensiblemente mermados, cuando no directamente cercenados. No estamos ante sólo una comedia ‘basada en hechos reales’: es un toque de atención, una llamada a la conciencia del espectador para que se sienta orgulloso de ser ciudadano y de que pelee por lo que considere justo. Un mensaje más que necesario, sobre todo en estos días inciertos.
Recomendado para degustadores de las moralejas sociales.