Se cumplen nada menos que setenta y cinco años del estreno de una de las más míticas, recordadas, alabadas y queridas obras cinematográficas de todos los tiempos: ‘Casablanca’, de Michael Curtiz (1942). Siete décadas y media en las que se han publicado cientos de libros, miles de artículos, infinidad de reportajes y un sinfín de opiniones y comentarios de lo más variopinto acerca de esta cinta que ha dejado un recuerdo imborrable a cinéfilos y aficionados de varias generaciones.
Así que como ponerme a disertar aquí sobre los pormenores del rodaje de ‘Casablanca’ y lo que este film ha supuesto en la Historia del Séptimo Arte sería, además de repetitivo, muy poquito original, prefiero desmarcarme con un texto más breve, menos académico y eminentemente autobiográfico de lo que supuso para mí descubrir esta película.
De entrada, debo confesar que no había visto el metraje completo hasta hace poco más de tres lustros y medio. Sí, había analizado alguna secuencia suelta en mi etapa de estudiante de audiovisuales, pero nunca había tenido ocasión de verla entera, de cabo a rabo, hasta que una noche, allá por el año 2000 ó 2001, llegué a mi casa bien entrada la madrugada –no penséis mal, pilluelos: trabajaba en turno de tarde-noche y cerrábamos la tienda a las tres de la mañana- y, mientras me preparaba un vaso de leche caliente y un par de galletas –frugal menú con el que solía cerrar la jornada- , encendí la tele y vi que en el añorado programa Cine Club de la segunda cadena nacional comenzaba en ese momento, en versión original subtitulada, la famosa ‘Casablanca’. En un principio, pensé en grabarla –en VHS… ¡qué tiempos!- y ver un par de escenas mientras daba cuenta de mi pequeño picnic. Y ya no pude despegar los ojos del televisor hasta el final…
Y es que me atrapó. De principio a fin. Desde la narración descriptiva que ilustra la situación histórica y clave del escenario donde se va a desarrollar la trama –el puerto de Casablanca, en Marruecos, como vía de escape hacia los Estados Unidos de los miles que huían del fascismo en la Europa de los años cuarenta- hasta la resolución final en esa escena en el aeropuerto, imitada y parodiada infinidad de veces, que, no sin razón, se ha convertido en un icono del cine.
Me llamó la atención, también, la imprevisibilidad de todos sus personajes: no ya sólo el inolvidable Rick/Humphrey Bogart, a quien nunca había visto tan vacilón y tan cínico a la vez, o la bellísima Ilsa/Ingrid Bergman, la cándida encarnación de la frustración en un mundo misógino y violento –y es que, ¿alguien le pregunta qué opina en toda la película?- ; me engancharon, aún más si cabe, secundarios como Renault/Claude Rains –un jefe de policía de intenciones ambiguas, que baila el agua a los alemanes, pero que aun así en el fondo cae bien-; o Ugarte/Peter Lorre, cuya breve aparición resulta fundamental para el desarrollo dramático del film –pues es él quien carga con el macguiffin de la historia: unos salvoconductos a los que todo el mundo quiere echar mano-; o Ferrari/Sydney Greenstreet, rival de Rick en los negocios pero que conviene tener cerca ‘por si las moscas’… como contrapunto, debo decir que me cuesta empatizar con Víctor Laszlo/Paul Henreid, el tercero en discordia en el conflicto sentimental que mueve la trama: si el carisma de Rick lo hace atractivo e hipnótico, el carácter sin tacha y aparentemente hermético de Laszlo siempre lo encontré un puntito soberbio. Se le perdona en la escena de ‘La marsellesa’, una de las más emocionantes del film, donde lo borda.
El blanco y negro no sólo resalta el dramatismo del conjunto, sino que con diferentes matices y contrastes acentúa los diferentes estados de ánimo de los personajes, principalmente Rick: si cuando ahoga sus penas en la soledad de su café, ya cerrado al público, apenas se le distingue entre la oscuridad, el flashback en París –que transcurre antes de la guerra, y con Ilsa a su lado- es todo luz, armonía, calidez… hasta que al final, en el aeródromo, sentimientos y personajes se difuminan en una confusa y grisácea niebla.
Curtiz trabaja con especial habilidad la luz y la cámara, como nunca antes yo había visto en un film clásico –salvo una excepción: Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941)- , y los emplea como elementos narrativos necesarios en la película –ver cómo Rick oculta los documentos aprovechando el juego con el foco que ilumina a Sam/Dooley Wilson, o cómo solamente su sombra nos deja intuir la combinación de la caja fuerte- , y consigue, por tanto, que el aspecto técnico esté a un nivel insuperable, hipnótico.
Más allá de mitos y leyendas, algunas ciertas y otras no tanto, que desde siempre ha generado esta película –desde un rodaje cuyo guión se iba escribiendo día a día hasta el famoso “Tócala otra vez, Sam”, que, al contrario de lo que se cree, no se dice en ningún momento de la película- , considero que ‘Casablanca’ es una de esas películas que uno ha de ver al menos una vez en la vida… ¡y disfrutarla muchas más! Creedme si os digo que ya la habré revisionado al menos una docena de veces y, cuanto más la veo, más matices, sutilezas y detalles le encuentro.
Inmortal. Inolvidable.