Supongo que ya os habréis enterado de la noticia: Funai, la única empresa que aún seguía fabricando magnetoscopios VHS, ya no hará más de estos aparatos, por lo que podemos certificar, ya definitivamente, la muerte de este formato. ¿O quizá no?

Dicen que el Video Home System empezó a llegar a los hogares hace cuarenta años, aunque a mi casa llegó bastante más tarde. Recuerdo perfectamente la llegada de aquél nuevo aparato a la familia, de que las primeras cintas que tuvimos eran unos dibujos animados de Tintín y de los Picapiedra, y que, no tardando mucho, descubriría las infinitas posibilidades que esas nuevas tiendas llamadas videoclubs –donde no vendían, sino que alquilaban (un nuevo término que rápidamente aprenderíamos)- ofrecían para un crío de ocho años que se había enamorado del cine desde que pisó por primera vez una sala para ver ‘El Imperio contraataca’. Me desconcertaba bastante el hecho de que las películas que veíamos en mi casa no podían verse en casa de mis abuelos: ellos tenía un aparato ligeramente parecido que solo admitía unas cintas más pequeñas y gruesas que llamaban Beta. Y en la tele anunciaban también otro que llamaban 2000, aunque nunca vi uno de estos en la vida real. Luego, con los años, supe que era una cosa de competencia industrial. Nada interesante para un crío que cada fin de semana devoraba de dos a tres películas, y que algunas incluso las volvía a ver antes de devolverlas.
Durante los primeros años de VHS visioné todo lo que se me ponía a mi alcance. ¿Recordáis aquellas películas Disney en imagen real como ‘Mi amigo el fantasma’, ‘Los Robinsones de los mares del sur’, ‘Un astronauta en la corte del rey Arturo’, ‘El dragón del lago de fuego’, ‘Pedro y el dragón Elliot’, ‘Mi cerebro es electrónico’ o ‘Ahí va ese bólido’? Creo que debí verme la colección entera. Pero también descubrí otras joyas: aún recuerdo cómo mi madre, sabiendo lo aficionado que era al cine del espacio, me animó a descubrir ‘Alien, el octavo pasajero’. Y luego llegó Amblin. ¡Bendito Amblin! Éramos unos críos, no teníamos ni la edad ni la independencia para poder ir al cine si no era con nuestros padres, y apareció un genio en nuestras vidas llamado Steven Spielberg a quien no poníamos cara, pero que su nombre aparecía constantemente en los títulos que conformaron toda una Era Dorada: ‘E.T., el extraterreste’, ‘Gremlins’, ‘Los Goonies’, ‘Regreso al futuro’, ‘El secreto de la pirámide’, ‘Bigfoot y los Henderson’, ‘El chip prodigioso’, ‘¿Quién engañó a Roger Rabbit?’…
Se podían grabar películas de la tele, y luego verlas una y otra vez. Y pasar a doble velocidad los anuncios. Esto sonará arcaico a algunos, para nosotros era todo un invento. Luego descubrimos que, con dos aparatos conectados entre sí, se podían duplicar las cintas, algo que hoy día resultaría escandaloso por la evidente posibilidad de piratear películas, pero que nunca supuso un verdadero problema en la industria del vídeo doméstico. Cuando llegó el segundo vídeo a mi casa –uno pequeñito, portátil, para llevarnos de viaje en las vacaciones- , se me abrió el cielo: con doce años yo sabía que las películas no se rodaban en orden, que después de la grabación había que montarlas. Lo que no sabía era cómo. Mi primer corto amateur, ‘La venganza de los Wilson’ (1992), lo edité con REC-PLAY: una edición bastante desastrosa, nada depurada –se colaban planos donde no debían y a veces imágenes que queríamos descartar- , pero era un primer paso. Con el tiempo, le fui cogiendo el truco, y debo decir que en los años noventa edité varios videos bastante chulos de esta manera con bastante precisión.

Pero este cine doméstico -el siguiente paso fueron las grabaciones familiares con videocámaras cada vez más versátiles y baratas- trajo también algunos pequeños defectos y otros grandes errores. Entre los primeros, deberíamos recordar todas aquellas veces que las cintas se encasquillaban en los reproductores, o se partían debido a la tensión que soportaban, aparte del somero coñazo que era tener que abrirlos de cuando en cuando para limpiarles los cabezales -porque las famosas cintas limpiadoras eran, sencillamente, una tomadura de pelo- . Eso por no hablar del tracking o ajuste de imagen, que se podía realizar cómodamente con una sencilla palanquita en los primeros aparatos y que luego quisieron perfeccionar con una detección y corrección automática de errores que casi nunca funcionaba. Pero, indudablemente, si en algo hizo daño el vídeo fue la terrible implantación del full-screen: como los televisores de entonces eran prácticamente cuadrados (formato 4:3), algún listo pensó que, para evitar «esas incómodas barras horizontales negras», lo mejor era reencuadrar el formato panorámico, llenando a toda pantalla nuestro televisor pero mutilando lo que sucedía en los extremos de la imagen o, peor aún, creando falsos movimientos de cámara que no existían en el film original. Un crimen que se extendió también a las emisiones televisivas de las películas y que duró hasta los primeros años del presente siglo, cuando se empezó a extender la doble edición (full-screen o wide-screen) a gusto del consumidor.
Toda una generación asimilamos el VHS y sus aparentemente infinitas posibilidades como algo propio, intrínseco en nuestras vidas. Incluso algunos jóvenes cineastas hicieron de esta tecnología el leit-motiv de sus primeros trabajos: ‘Sexo, mentiras y cintas de vídeo’, de Soderbergh, o ‘Tesis’, de Amenábar, hubieran sido impensables sin la implantación del vídeo doméstico.
Y con el cambio de siglo llegó el DVD. El disco digital versátil era un formato mil veces mejor que la cinta de vídeo: posibilidad de ver la película en diferentes idiomas con o sin subtítulos, material extra, documentales, entrevistas… además, difícilmente se estropeaba la imagen –aunque podía ocurrir, no era tan frecuente como en el soporte magnético- . Sí, yo que llegué a tener una videoteca propia con más de doscientos títulos, terminé sucumbiendo al que parecía ser el soporte del siglo XXI, aunque aún conservo muchas de las cintas que formaron parte de mi colección.
¿Desaparecerá definitivamente el VHS? Inevitablemente, parece condenado a extinguirse, aunque algunos sigamos conservando cintas y reproductores. Pero la nostalgia tira mucho, y será imposible, al menos para un par de generaciones de espectadores, que lo olvidemos. Pero hace diez o quince años, nadie habría dado un duro por el regreso de los discos de vinilo, así que… ¿quién sabe?
