Por qué ya no veo los Oscar

oscarsUn año más –y ya van… ¿quince?- he vuelto a faltar a la cita en directo con los premios de la Academia del Cine de Hollywood, los Oscar, que este en esta ocasión cumplía su octogésimoquinta edición y que, como ya sabrán todos a estas alturas, ha coronado a Argo como Mejor Película. ¿Por qué? Bueno, la razón más peregina –y también más obvia- ha sido por una simple cuestión de pereza. Como decía Danny Glover en la serie Arma Letal: “yo ya soy muy viejo para estas cosas”… no dispongo de tele de pago, y es verdad que por las redes sociales podría haber hecho un seguimiento minuto a minuto de todo cuanto acontecía en el Dolby Theatre de Los Angeles, pero qué queréis que os diga: tres horas y media de una autocomplaciente gala que termina hacia las seis, siete de la mañana hora española, pues como que no me anima…

Reconozco que yo antes no era así; quizá por ser más ingenuo, o más mitómano, no sé, pero hace veinte años, sin internet en nuestras casas, me las ingeniaba para no perderme esta ceremonia. ¿Qué ha cambiado entonces? Ya lo he dicho en alguna otra ocasión, y vuelvo al mismo argumentario: desde hace algunos lustros hacia acá, creo que los Oscar han perdido su glamour y su encanto de antaño. Y no me refiero a los modelitos que ellas y ellos, nominados e invitados, lucen en la famosa alfombra roja, sino a que, desde mi humilde punto de vista, cada año encuentro menos interesantes, más intrascendentes y, sobre todo, más olvidables, a las películas que se ven recompensadas en la suerte de las nominaciones. ¿Quién se acuerda de la ganadora de hace cinco años? ¿Y de hace diez?

Cuando yo empecé a aficionarme a esto del cine –con apenas ocho o diez añitos a mis espaldas- tenía la impresión de que las ganadoras al premio gordo –Mejor Película- eran títulos irrepetibles, imborrables, que no sólo eran excelentes largometrajes sino que además nos dejaban una huella imborrable y perenne en nuestro propio bagaje cultural: desde Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) hasta La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), cintas como De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953), El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957), Ben-Hur (William Wyler, 1959), El apartamento (Billy Wilder, 1960), Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965), French Connection (William Friedkin, 1971), El golpe (George Roy Hill, 1973), Rocky (John G. Avildsen, 1976), El cazador (Michael Cimino, 1978), Ghandi (Richard Attenborough, 1982), Amadeus (Milos Forman, 1984), Bailando Con Lobos (Kevin Costner, 1990) o Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), por poner sólo algunos ejemplos, han entrado a formar parte de nuestra educación cinéfila a nivel colectivo. Da igual que no hayas haya visto Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), pero todos habremos dicho alguna vez eso de “Tócala otra vez, Sam” y conocemos a don Vito Corleone. ¿Ocurre eso con el cine contemporáneo? Más bien no. Y no digo que no se produzcan buenas películas, pero, con las honrosas excepciones de Million Dollar Baby (Clint Eastwood, 2005) y The Artist (Michel Hazanavicius, 2011), creo que, de un tiempo a esta parte, nominadas o premiadas son producciones meritorias, pero fácilmente olvidables. O dicho de otra manera: son modas.

Y cuando no hay peli de moda a la que ensalzar –caso por ejemplo de El Señor de los Anillos. El retorno del rey (Peter Jackson, 2003), cuyo arrollador triunfo hace ya casi una década encuentro del todo injustificado- , a los académicos les da por saldar viejas deudas. ¿Era Infiltrados la mejor película de 2007? Discutible, pero fue la excusa perfecta para honrar a un Martin Scorsese en horas bajas. ¿No es país para viejos es el mejor trabajo de los hermanos Coen? Tres cuartas de lo mismo. Vale que esto ya ha ocurrido también en el pasado –tras innumerables nominaciones, a Al Pacino le dieron su estatuilla en 1994 por Esencia de mujer, uno de sus trabajos más flojitos, pero… ¡estamos hablando de Pacino!- , y siempre serán mejores estos premios pseudo honoríficos que caer en injusticias históricas –que se lo digan a Alfred Hitchcock, Orson Welles o Stanley Kubrick, que el Oscar ni lo olieron en toda su carrera- , pero estoy seguro de que tanto Scorsese como Joel y Ethan lo pueden hacer mejor…

Si uno echa un vistazo a las hemerotecas, se reencontrará con multitud de títulos y nombres propios de los que ya casi nadie se acuerda, pero tuvieron su momento de gloria en la reciente historia de los Oscar. Y que me digan que el bicho Gollum está por encima de Mystic River (Clint Eastwood, 2003), que el entretenimiento palomitero de Gladiator (Ridley Scott, 2000) es superior a Traffic (Steven Soderbergh, 2000) o que pestiños como American Beauty (Sam Mendes, 1999) queden por delante de obras tan apasionantes como El dilema (Michael Mann, 1999) –por poner sólo tres ejemplos- me hace sentirme cada vez más alejado del criterio de la Academia hollywoodiense.

En fin, que a ver si saco un rato para ver la peli de Ben Affleck y constatar si realmente es mejor que Lincoln. Ya os diré…

(bibliografía consultada en http://oscar.go.com/oscar-history)