Conservo un vago recuerdo de cuando, siendo un crío, mis padres me llevaron por primera vez a la Gran Vía madrileña. “La calle de los cines”, según ellos. Era cierto: desde la ventanilla del coche veía pasar embelesado, uno tras otro, las enormes marquesinas con los dibujos de los carteles de las películas en exhibición. Algunos lienzos no eran muy afortunados -admitámoslo: había algunos rematadamente feos cuyo parecido con los rostros originales era pura casualidad- y por aquel entonces raro era el nombre que pudiera sonarme de algo. Pero sin duda era una estampa maravillosa para ese crío que yo era que ya empezaba a tener algo más que afición por las películas y que devoraba semana tras semana las novedades que llegaban al videoclub del barrio.
Cada uno de esos cines era una puerta a un mundo maravilloso donde todo podía suceder. Quizá al otro lado nos esperaba el malvado lord del Lado Oscuro dispuesto a atrapar por tercera vez al héroe de las galaxias, o nos transportaban a una remota jungla en un tiempo pasado donde un hombre era criado por simios y se convertía en el rey de la selva. Rick Moranis nos encogía por accidente, y atravesar el jardín se convertía en una fantástica odisea. Dibujos de animales antropomorfos cobraban vida e incluso algunos interactuaban con humanos de imagen real, y mientras, al otro lado de la calle, James Bond volvía a cambiar de rostro para una nueva aventura de alta tensión. Enanos, guerreros, hadas y hechiceras compartían aventuras de magia y espada mucho antes de la llegada de la Tierra Media al celuloide, y un anciano nos contaba cuentos de gigantes, espadachines, piratas enmascarados y princesas prometidas. Y, a la salida, intercambiábamos una cómplice mirada con Indiana Jones, que nos observaba con una enigmática media sonrisa sin percatarse de que su padre le miraba con la severidad propia de un profesor cascarrabias, y contábamos los días que faltaran para poder asistir a su última cruzada.

Pasaron los ochenta y con la edad y la nueva década empecé a acudir al rito ceremonial del cine por mi propia cuenta. Solo o en compañía de otros. Comprar la entrada en taquilla, quizá también alguna bebida y un snack, acomodarme en una butaca en medio de un gigantesca platea con cientos de localidades y esperar a que se apagaran las luces y se abriera el telón. Sí, algunos tenían hasta telón y anfiteatro. Una maravilla. Y de esta manera descubrí otros géneros más allá de la taquilla de Hollywood -lo que hoy se conoce con el terrible epíteto anglosajón mainstream-. De Dominic Sena (‘Kalifornia’, 1993) a Andrew Niccol (‘Gattaca’, 1997), pasando por Kenneth Branagh (‘Mucho ruido y pocas nueces’, 1994), Frank Darabont (‘Cadena perpetua’, 1994), Alex Proyas (‘El cuervo’, 1994), Quentin Tarantino (‘Pulp Fiction’, 1994), Terry Gilliam (‘Doce monos’, 1995) y los hermanos Coen (‘Fargo’, 1996).
Llegó la revelación del nuevo cine español de los noventa. Empecé a familiarizarme con los nombres de Julio Medem (‘Tierra’, 1996; ‘Los amantes del Círculo Polar’, 1998), Alejandro Amenábar (‘Tesis’, 1996; ‘Abre los ojos’, 1997), Mariano Barroso (‘Éxtasis’, 1997), Juanma Bajo Ulloa (‘Airbag’, 1997) o Fernando León de Aranoa (‘Barrio’, 1998). Ver ‘El Día de la Bestia’ (Álex de la Iglesia, 1995) a pocos metros de donde se sucedían algunas de las escenas más memorables de la cinta -la calle Preciados, el neón de Schweppes en Callao- fue toda una revelación.

Casi todos aquellos cines donde me empapé de todo el cine que pude siendo estudiante ya han desaparecido, son cosa del pasado. El Palacio de la Música, el Rex, Gran Vía, Azul, Avenida, Luna, Bogart, Lope de Vega, Imperial, Coliseum, Palafox, Roxy, Benlliure, Alphaville… Algunos se han reconvertido en teatros, pero la gran mayoría alberga actividades que nada tienen que ver con el ocio o la cultura: tiendas de ropa, restaurantes e incluso algún gimnasio. Los hay que directamente llevan años cerrados, esperando a ser definitivamente demolidos. Aguantan por el momento, y de manera estoica, Callao o el Palacio de la Prensa, pero echará el cierre de manera definitiva los Acteón con apenas poco más de dos décadas vida, anunciado en su día -cuando abrió las puertas allá por el ’95- como “el complejo de cines más grande de Europa”. Un título no sé si oficioso -sinceramente, entonces no me preocupé de si el dato era o no cierto- que rápidamente le fue arrebatado por los Cine Cité. Y pronto llegarían Warner Lusomundo, Diversia o Kinépolis. Debatir hoy qué gran centro comercial cuenta con los más grandes y modernos cines es una tarea absurda, pues en dos días perderá el cetro en favor de otro todavía más nuevo y enorme.
La explosión de las nuevas tecnologías y la implantación de las gigantescas multisalas por doquier ha terminado apuntillando la relación y el entorno espectador-película. Ir al cine se ha convertido en un acto de rutina ocasional desprovista de todo entusiasmo, y si nos molestamos en salir de casa y pasar por taquilla -pura semántica, teniendo la posibilidad de comprar las entradas en cajeros o por internet- lo hacemos en un ejercicio de voraz y atropellado: entro, veo, como y tuiteo. Si hace unos años hablaba en un desaparecido medio digital sobre el estrafalario paso de las palomitas de maiz a los nachos con queso, hoy habría que añadir la ansiedad de algunos por comentar vía redes lo que está viendo. Incluso sin haber finalizado la proyección.
Habrá quienes digan que aquellos viejos cines eran vetustos e incómodos, y en muchos casos no les faltará razón. Sí, hemos ganado en confort y en calidad audiovisual, pero se ha perdido la magia -y el respeto- por ir al cine. Me siento un poco como aquel viejo proyeccionista de ‘El último gran héroe’ (John McTiernan, 1993) que recordaba con nostálgica resignación los mágicos y emocionantes instantes previos al apagado de luces y encendido de proyector de tiempos pasados condenados a perderse como lágrimas en la lluvia.
Puede que esto solo sea un signo más de los nuevos tiempos y que simplemente debamos adaptarnos a ello sin tanto melodrama.
Puede que, sencillamente, hoy me haya levantado algo nostálgico.